miércoles, 13 de octubre de 2010

NUESTRAS HUELLAS

 Voy por la calle y me encuentro todo impregnado de huellas. Veo el portal donde Hans Christian Andersen iba y venía y un poco más allá su monumento con un patito feo saliéndosele de un bolsillo de la chaqueta.  
    Veo una Alameda sin coches en su vía central con guirnaldas de luz de gas para recibir a Isabel II. Veo el sitio donde hasta hace poco estaba la tienda donde ella gustaba ir a comprarse los abanicos, en la Plaza de la Constitución.
     Veo el Restaurante Chinitas, en la calle Moreno Monroy, donde tantas veces ví al cancionero malagueño Miguel de los Reyes, donde La Paula, una vieja bailaora de la ciudad, está retratada con aquella mirada perdida de loca, y que Miguel le cantara aquello de Paula, remolino en alta mar, eres una caracola con esa bata de cola verde como el olivar. 
    
Veo a Marisol con sus hijas pequeñas y su madre en la acera de Félix Sáenz y a mí mismo en brazos de ella cuando fuimos a despedirla frente a Renfe, cuando se iba a Madrid a rodar La Nueva Cenicienta, junto a Robert Conrad y Fernando Rey. ¿Y por qué llegué a los brazos de Marisol? porque me manché de Pepsicola el jersey blanco que llevaba y me puse a llorar y ella apenada por mi llanto me tomó en brazos de los brazos de la Tata. 
    Aún respiro el aroma de la madrugada de aquel febrero de 1972, fue cuando llegué por primera vez a Madrid. Lo primero que pisé fue la Plaza de Oriente, con aquellas estatuas blancas, sí, la misma donde una violetera llamada Almudena cantaba aquello de Yo iba vendiendo violetas una tarde de mayo, por la Plaza de Oriente, y me encontré con sus ojos que me dieron la vida y me dieron la muerte...Todo, todo está lleno de huellas, todo es un pretérito impregnado en la memoria.
    La calle Caminito, en el Barrio de la Boca de Buenos Aires, cuna del tango, donde bebí aquella sidra helada de barril, con sus conventillos de colores...
    El Café Savoy de Viena, donde iba con mi amiga Paqui cada noche a tomarnos una taza de cacao caliente y un trozo de Sacher en aquel gélido enero del 95. Los artistas exponían sus obras permanentemente allí y yo me ponía a escribir mi diario de viaje, mientras Paqui leía.
    Aquella anciana con la cara empolvada y labios de carmín barato, rojos como la sangre, sentada en la terraza de un café cualquiera de Montmartre, con esa boina de gamuza negra y su cigarrillo en la mano...
    Aquel joven drogadicto de Londres que me indicó dónde tomar el metro hacia North Finchley, que se bajó en Leicester Square... con aquellos brazos ensartados de pinchazos, con aquella pregunta que me hizo de si a mí me gustaban las drogas, con su sonrisa triste y acabada al bajarse en su parada...
    Aquel mimo de camiseta a rayas y pañuelo a lunares extendido en la acera de la avenida de Callao en Buenos Aires y que me inspiró un cuento. Aún guardo una diapositiva que le hice, casi escondido tras un kiosko de flores.
    Aquel concierto de Antonio Vivaldi en la Pietá de Venecia, lugar donde ejerció de cura durante cuarenta y ocho años y de profesor de música de las niñas que estaban allí auspiciadas... Aquella noche de tormenta en que tuve que tomar el vaporetto para asistir al concierto, pero que ni la tormenta pudo impedirlo... 
Aquel kiosko de prensa frente al Gran Canal donde ví anunciada la muerte de Greta Garbo en Nueva York...
    Aquellos espías portando aquel ramo gigante de uvas, que cogieron en Canaán para mostrarselo a Moisés, tallados en piedra en la fachada del Duomo de Milán...
    Los Niños Cantores de la Abadía de Westminster de Londres, donde mi amiga Otilia y yo lloramos de emoción ante tanta belleza mientras ensayaban y aquel diácono tan amable que nos dejó pasar para verlos en primerísima fila...
    Aquella voz femenina ensayando ópera en el Covent Garden y el puesto de flores llamado Eliza, homenajeando a la heroína de May Fair Lady, Miss Doolittle, en el mismo mercado donde el libreto del musical indicaba...
    Aquella tienda de carteles antiguos de Pigalle, en París y esa ambulancia aparcada junto a una boca de metro porque alguien se había suicidado...
    Los bosques de Viena contemplados desde la cabina número 22 de la noria gigante del Prater de Viena, donde Joseph Cotten y Orson Welles luchaban a muerte en la película El Tercer Hombre. Hay una escena en Carta de una desconocida, de 
Stefan Zweig, donde Joan Fontaine y un jovencísimo Louis Jordan iban al Prater y se veía la noria gigante como pintada de fondo, simulando el parque...
    Oh, las letras de Hollywood en aquella montaña del Parque Griffith y las estrellas de Hollywood Blvd... sobre todo las huellas auténticas de aquellos actores que llenaron nuestras vidas de fantasía y de sueños: las de los pies descalzos de Paul Newman con las de su mujer Joan Woodward, las pequeñísimas de Bette Davies, las enormes de Nicholas Cage... las feas de Susan Sarandon -maravillosa en Atlantic City con Burt Lancaster, cuando se refrescaba los pechos en un fregadero lleno de limones-...
    La noria de la playa de Santa Mónica, en aquella plataforma de madera adentrándose en el Pacífico... qué playa tan llena de historias, como la de Marilyn con Kennedy, allí el cuñado de éste -el actor Peter Lawford- les prestaba su casa para que vivieran sus amores en clandestinidad, también es la misma playa donde Fredric March se suicidaba en Ha nacido una estrella...
    Beverly Hills y el hotel donde una preciosa Julia Roberts enamoraba a un seductor Richard Gere en Pretty Woman, y todas aquellas tiendas tan caras de Rodeo Drive... quién le iba a decir a Julia Robert cuando rodaba Pretty Woman que algún día ella viviría allí en la realidad...
    Las Vegas, con esos hoteles y casinos de Flamingo Road y sus trenes cremallera, con aquel espectáculo inolvidable de Céline Dion en el Caesars Palace... el cielo del desierto de Nevada cuajado de estrellas, el viaje de Los Ángeles a Las Vegas en aquella furgoneta que alquilamos mi amigo Pepe el mexicano y yo mientras escuchábamos música country...
    Aquel transatlántico pasando frente a mis narices mientras yo estaba asomado a la ventana en aquella casa de madera de Tromso, en Noruega... aquel frío en agosto, esas noches sin cerrarse nunca con aquella claridad exasperante de las noches con sol...
    Aquel niño de tiernísima edad, precioso, moreno como un gitano, pidiendo una limosna en el centro de Tijuana, rodeado de casinos y de mariachi cantando en las calles, y de tipos ofreciendo el servicio de señoritas con poca ropa a la puerta de sus establecimientos...
    En todos esos lugares están mis huellas también, huellas imperceptibles, que no fueron tomadas con cemento para la posteridad, como las que hay en el patio del Teatro Chino de Hollywood, pero mi esencia está en todos esos rincones, sobre todo en mi memoria perdurarán hasta que tenga lucidez suficiente. Las huellas pueden hacerse caminando literalemente por los lugares, pero también por los senderos de la literatura. Yo llevaré siempre la huella de Dios dentro de mí por las verdades que he aprendido en La Biblia, y las de Pío Baroja cuando leí La Busca, o las que dejó en mí el poeta Rafael de León  con poemas como Romance de la viuda enamorada, Encuentro Romance de aquel hijo que no tuve contigo. En mí están las huellas de
los cuentos de los Hermanos Grimm, de la primera novela que leí en mi vida -Los hijos del capitan Grant, de Julio Verne- las de Agatha Christie con su maravillosa Miss Murple, y tantas y tantas otras...
    Y por útimo China, amor mío, las huellas que dejamos tú y yo allí... sobre todo en aquel banco junto al Puente del Espejo en el Palacio de Verano de Pekín, o en el Mercado de la Seda riéndonos con aquellas muchachas tan encantadoras que nos abordaban para que les comprásemos algo. Las que dejamos en la Gran Muralla, aquella obra descomunal e indescriptible que parece una gran serpiente arrastrándose por los riscos de media China...
    No sólo dejan huella en nosotros las cosas, también las dejan la familia y los amigos que ya no están. Nosotros también las dejamos por donde quiera que vayamos, en los sitios donde nos sentamos, en las paredes donde nos apoyamos para descansar, en la gente que conocemos...
    Nuestro primer viaje juntos dejará para siempre en nosotros una gran huella, mi amor. Pero tú eres el que ha sido capaz de desarrollar la huella del amor dentro de mí y esa huella es imborrable, cariño mío. Espero que mi huella la tengas también presente cada día de tu vida, y que recuerdes siempre todos los lugares donde hayamos estado juntos, porque de esa manera tú y yo viviremos para siempre. Dios nos creó con la eternidad en nuestros corazones, por eso a nadie le apetece morir, sino vivir. A mí me apetece también que exista la eternidad en este amor que me das y te doy.
    Sí, ciertamente me encanta poner mis pies encima de tus pisadas, porque así serán nuestras huellas siempre. Huellas que se forman al unísono, en armonía, huellas que no se desvían ni a la derecha ni a la izquierda, sino que saben perfectamente el camino y la meta que nos hemos propuesto alcanzar.
    Nuestras huellas.

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