miércoles, 13 de octubre de 2010

EL DOMINGO

    Es una tarde de domingo como tantas otras, donde la gente pasea ociosamente después de una larga jornada de playa. El estío se empieza a notar un poco antes de lo habitual. Ya se puede sentir el viento del norte, tan cálido e insoportable. El mar está de un zaul intenso, precioso, contrastando agresivamente con el azul celeste del cielo. La playa está comenzando a quedarse sola. Únicamente queda alguna pareja de enamorados o unos cuantos niños apurando la luz diurna que aún queda para terminar un último partido.
     Mientras tanto, aquí estoy yo, atento observador de todo, curioseando la vida, cada resquicio de ella.
     Nunca me gustaron los domingos y creo que nunca me gustarán, pero inevitablemente tendré que soportar uno cada semana, con los vocinazos de gente reunida en cualquier bar viendo el partido de algún canal de pago, o con el tostón de programas que nos dan por televisión, o con los cines llenos... No, definitivamente, los domingos no fueron diseñados para mí.
     Con lo hermoso que es un martes, con sus tiendas abiertas, con sus calles llenas de actividad... El domingo parece que es el agente impulsor de lo no realizable durante el resto de la semana. Hasta los que piden en los semáforos desaparecen.
     A mí me encanta lo cotidiano, "er chicoléo" -como decimos en Málaga- es decir, la bulla, el entrar y salir, el saludar a los vecinos que van a sus trabajos por la mañana, a la muchacha que limpia el portal...
     Me deprimen. Los domingos me deprimen, me aburren. Yo no me aburro con nada, siempre hallo algo para distraerme, pero los domingos... los domingos me pueden, me dejan exhausto, agotado. Menos mal que a éste solo le quedan escasamente tres horas.
     Ya mismo se me abrirán "las pajarillas" con el recién estrenado lunes, con todas sus horas y minutos, y yo me sentiré el ser más feliz del asfalto y lo cotidiano.

    11 de junio de 2000

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