sábado, 16 de noviembre de 2013

UN CUENTO DE NAVIDAD




UN CUENTO DE NAVIDAD
Miriam se levantó aquella mañana un tanto melancólica. Se estaba acercando la navidad y no veía la manera de celebrarla. Su familia había menguado en unos pocos años y sólo quedaba ella. No tenía a nadie en la vida, quizás unas primas, pero jamás habían mantenido una relación estrecha y no era plan de telefonearlas a estas alturas, sólo por ser navidad. Aquel año fue el más amargo de su vida, su madre murió unos meses antes y se quedó completamente sola. Pero había decidido poner el árbol de navidad y el belén, incluso una guirnalda de abeto con bolas de colores en la puerta de la casa.
Una tarde antes había salido a comprar nuevos adornos y cuando llegó a la sección de las felicitaciones comenzó a mirarlas, pero cayó en la cuenta de que no tenía a nadie a quien enviarle ni una sola de aquellas preciosas tarjetas. Aquello fue lo que realmente la entristeció y lo que hizo que aquella mañana se levantase tan apesadumbrada.
De niña fue muy feliz en su casa con sus padres y sus dos hermanas, le encantaba cuando su madre subía del sótano la caja donde guardaba las figuras del belén y su padre venía con el árbol atado en la baca del coche. Aquellas ocasiones eran muy festivas, cantaban villancicos, ensayaban con los panderos, las zambombas y la clásica botella de anís como instrumentos de percusión y ya comenzaba a oler la casa a borrachuelos y a mantecados recién horneados. Sus hermanas, mayores que Miriam, se dedicaban a adornar los lugares más inaccesibles, el padre a enderezar y fijar bien el abeto y ponerle las luces y ella, con ayuda de su madre, adornaban el árbol. Siempre hacían un sorteo para que el ganador fuese el que pusiese la estrella en la cumbre del árbol.
El teléfono se quedó mudo hacía ya muchos años. Su madre enfermó y ella sólo tenía tiempo para cuidarla, sus amigas comenzaron a llamar cada vez menos, incluso aquel muchacho que tanto la pretendía se alejó, cansado de invitarla a salir y ella rechazara cada una de aquellas propuestas. Así durante más de quince años hasta que la madre falleció.
Hacía ya mucho tiempo que la navidad no era sinónimo de felicidad en su casa, pero ella jamás dejó de adornar la casa y poner el árbol, quería que su madre siguiera sintiendo aquellos días mágicos, aunque la ausencia de su padre y de sus hermanas pesasen en el ánimo de ambas.
Miriam encendió la tele y en la noticias salieron unas cuantas familias en paro que contaban cómo iban a pasar las navidades y se encendió en ella una idea que hasta estuvo a punto de firmarse un autógrafo a sí misma de lo que se admiraba en esos momentos.
Su madre le dejó una sustanciosa suma de dinero como para vivir holgadamente durante toda su vida sin tener que trabajar, así que se puso a hacer cálculos y pudo comprobar que dedicando cierta cantidad de dinero para regalos navideños y una gran cena de nochebuena, multiplicado por 50 navidades, que eran las navidades que estaba dispuesta a celebrar en un futuro, podría realizar aquella idea durante todas las navidades de su vida.
Sabía que doña Paquita, la del quinto, vivía sola y no andaba muy bien de salud; también don Eusebio, el del segundo, un abogado jubilado desde hacía muchos años. Le preguntó al portero si conocía a gente que viviese sola y éste le preparó una buena lista. Cuando vio que había alcanzado la cantidad de ocho personas dejó de buscar y se puso a visitar a cada una de ellas. Unas eran más reacias que otras, pero finalmente todas respondieron a la invitación de Miriam de celebrar la nochebuena juntos en su casa. Se agregó a la lista a Cecilia, una ecuatoriana que se quedó sola con su hijita de seis años tras el abandono de su marido; a Charo con sus dos hijos de siete y diez años, una madre soltera joven que vivía a dos manzanas de ella y que se quedó en paro hacía ya dos años; y a Enrique, un hombre maduro que iba siempre por la calle vestido de mujer, con fama de ser una persona excelente, pero que también vivía solo y sin nadie en el mundo, de joven fue artista de cabaret y pudo ahorrar lo suficiente para retirarse. Aún quedaba sitio para cuatro personas más, pero ya se encargaría ella de buscarlas en la calle, cuatro indigentes serían siempre sus invitados en las próximas nochebuenas, siempre tendrían un baño y ropa nueva y por supuesto, durante todo el año, ella haría un seguimiento para que no les faltase nunca un plato de comida.
El rostro de Miriam se iluminó, ¡le pareció un proyecto tan maravilloso, tan fácilmente realizable…!
Aún quedaban dos semanas para la nochebuena, serían dos semanas llenas de entusiasmo, visitó primeramente a Cecilia y luego a Charo y les pidió su colaboración para poder arreglar la casa apropiadamente para aquellos días. Cecilia y su hija Violeta se pusieron a elaborar adornos y Charo, que cocinaba de maravilla se puso a confeccionar el menú de nochebuena.
Una tarde Miriam propuso a Cecilia y a Charo que les acompañase a la casa de Enrique -aunque a él le gustaba que le llamasen Queta- para que éste fuese con ellas de compras y las asesorara, en plan personal shopper. Estuvo encantado.
Por fin llegó el día 24 de diciembre. Miriam se echó a la calle a buscar a sus indigentes, aunque ya les había echado el ojo a los cuatro que necesitaba para completar su mesa. Se fue a la Alameda y habló con un hombre joven que siempre estaba sentado en el suelo leyendo un libro.
-Hola, buenos días, me llamo Miriam y vivo muy cerca de aquí. Quisiera invitarle esta noche a mi mesa, veo que no le van muy bien las cosas y me gustaría que esta noche tan especial fuese usted un poco más feliz en compañía de buena gente. Piénselo y vuelvo en media hora.
El hombre se quedó sorprendidísimo y miró a Miriam sin pestañear mientras ésta se alejaba rápidamente hacia Puerta del Mar, una vez allí Miriam se fue a calle Nueva, donde solía ver a una señora muy mayor que se ganaba la vida pidiendo mientras cantaba por Conchita Piquer y Juanita Reina, con una voz cansada y rota que te partía el corazón. Allí estaba.
-Buenos días, buena mujer. ¿Sabe usted que canta muy bien?
-Gracias guapa, pero si me hubiera escuchado cuando yo era joven, entonces sí que cantaba bien, pero mi padre no quiso nunca que fuera artista…
-Verá, me he acercado a usted para invitarla esta noche a mi mesa. ¿Qué le parece?
La mujer se echó a llorar, no supo qué decir.
-¡Venga, venga, no se ponga así! ¿Cuál es su nombre?
-Remeditos, siempre me han llamado Remeditos.
-Tanto gusto, Remeditos. No se marche, que dentro de media hora estoy aquí de nuevo para darle una sorpresa.
-Sí, señora, no me muevo de aquí, como usted diga… -dijo la mujer lloriqueando-
Se encaminó hacia la calle Atarazanas para ver si había llegado ya aquella anciana que se solía sentar en el alféizar de aquel escaparate. Le sorprendía que nunca pidiese nada a nadie, pero le constaba que estaba allí para que la socorrieran. Sí, en efecto, ya había llegado, allí estaba como de costumbre, vestida humildemente, pero muy aseada y con la misma cara entristecida de todos los días. Siempre le sobrecogía aquella mirada muerta de esta mujer entrada en carnes y de bellas facciones.
-Buenos días, me llamo Miriam ¿y usted?
-Carmela, para servirla…
-Encantada, señora Carmela. Verá, le voy a proponer una cosa para esta noche tan mágica. Me encantaría que usted cenara conmigo en casa junto a otras personas de bien. Vivo bien cerca de aquí. No quisiera que mi mesa estuviese sin usted esta noche.
-¿Pero por qué hace usted eso? No me conoce de nada, no tiene por qué invitarme, ¡a una desconocida! y menos en una noche tan señalada…
-Precisamente por eso, porque es nochebuena. Y es por un acto egoísta, que no altruísta, que lo hago. Estoy sola en el mundo, mi madre falleció hace unos meses y en casa siempre nos ha encantado la navidad. No quiero dejar de celebrarla nunca en toda mi vida, pero sola no podría hacerlo. Necesito de usted y de otras personas que he invitado también para que sea de nuevo una noche mágica.
-Cuente conmigo y muy agradecida, pero yo no estoy sola, vivo con mi hijo, él está retrasado de nacimiento y pido para él, porque la paga que recibo del Estado es tan minúscula que no nos llega.
-Ah, pues perfecto, les espero a usted y a… ¿cómo se llama su hijo?
-Paquito, se llama Paquito, el ser más cariñoso y bueno que usted se pueda imaginar, a mí me quiere con locura, se pasa todo el día comiéndome a besos.
-Es usted afortunada. Vivir por alguien es muy valioso y lo menos egoísta que existe en esta vida. He quedado con unas amigas aquí mismo, estarán a punto de llegar. Acompáñenos. Tenemos que hacer unas compras y de paso a recoger a un par de personas que como usted, están en la calle pidiendo, son también mis invitados paraesta noche, va a ser una velada maravillosa, ya verá.
Cecilia, Charo y Queta llegaron puntualmente a la cita y fueron en busca del lector indigente de la Alameda y de Remeditos. Había caído en la cuenta de que no sabía el nombre de aquel hombre, claro, no le dio oportunidad a que articulase palabra alguna.
-Ya estoy de vuelta, le presento a Carmela, Remeditos, Cecilia, Charo y Queta, ¿y usted? ¿cómo se llama usted?
-Bueno, no sé de qué va todo esto, pero la verdad, no me huele mal –todos rieron- yo me llamo Felipe. Aquí me tiene, licenciado en Literatura hispánica y parado desde hace cuatro años, he perdido mi casa, mi mujer me dejó, mi gente la tengo lejos y no he tenido cara para regresar con una mano atrás y otra delante.

Pasaron toda la mañana comprando ropa. Cecilia se llevó a Remeditos a su casa para que se bañara y saliese de allí vestida para la cena y Queta se llevó a Felipe para lo mismo. Felipe vivía en una habitación que le pagaba un antiguo compañero de trabajo y Carmela tenia su propia casa en un humilde barrio de la ciudad. Remeditos también vivía en un bajo donde las ratas se paseaban a su antojo, en una de las pocas casas de vecinos que van quedando en el barrio de la Trinidad.

A las 8:30 ya estaban todos en la casa de Miriam. Los villancicos de Bing Crosby sonaban igual que en una de sus películas, el árbol tintineaba con sus cientos de lucecillas y los adornos que hicieron Cecilia y Violeta lucían preciosos en forma de guirnaldas de pared a pared sobre una magnífica mesa maravillosamente adornada con la vajilla de porcelana de la familia.
El timbre de la puerta no dejaba de sonar, la última en llegar fue doña Paquita la del quinto. Don Eusebio hacía un instante que había llegado y allí estaba con una copa de licor en la mano. Todo el mundo hablaba con todo el mundo. ¡Qué noche!
Charo estaba en la cocina terminando de hacer los canapés y un ponche navideño que había aprendido en Inglaterra cuando estuvo de jovencita estudiando inglés en casa de una familia. El árbol era admirado, pero más aún los numerosos regalos que había en su base, lo más normal del mundo cuando hay carencias importantes. La necesidad no sabe de protocolos ni de diplomacia, sólo se fija en poder obtener algo que llevarse a la boca y algo decente que ponerse.
Absolutamente todos resplandecían, no ya sólo por lo bien vestidos que iban, sino por aquella alegría que había impregnada en cada pared.

La cena fue fabulosa. Paquito hasta repitió la sopa de marisco que la madre de Miriam le enseñó a hacer. Fue lo único que cocinó, de lo demás se encargó Charo. Don Eusebio quiso aportar con el cava y los vinos y trajo una caja de cada cosa y doña Paquita se puso las pilas y de una anciana hastiada y sin ganas de hacer nada, se puso dos días antes a hacer borrachuelos, con lo laboriosos que son. Queta –vestida con un bonito traje en color malva y una chaquetilla negra de plumas- trajo regalos para los niños, que escondió en el armario de la entrada y unos turrones. Nunca nadie había celebrado una nochebuena de aquella manera. Hubo lágrimas, muchas lágrimas, pero luego, después de la cena y tras un buen rato cantando viejos villancicos, el reloj de pared dio las 12 de la noche. Todo quedó en silencio y las miradas de todos de nuevo se bajaron a la base del árbol.
-Ah, se me olvidó deciros… en el camino me encontré a Papa Noel y me dijo que como Paquito, Violeta, Andresito y Pepín no estaban en su casa, que yo hiciera el favor de entregaros estos regalos que dejé a la entrada –dijo Queta.
Los niños aplaudieron ruidosamente.
-Pues esta mañana también le ví en unos grandes almacenes y me dio regalos para todos, ¡así que al ataque! Cada regalo lleva los nombres de todos. –exclamó Miriam llena de entusiasmo-

A partir de aquella noche las nochebuenas tristes dejaron de ser. Miriam se encargó de que Carmela, Remeditos y Felipe no tuvieran que continuar en la calle pidiendo limosna. Al principio se hizo cargo de los gastos de las tres casas, pero se le ocurrió que Remeditos podría irse a vivir con ella, así ninguna de las dos estaría sola y le pillaría bien cerca de doña Paquita, pues ambas ancianas congeniaron muy bien desde el principio. Felipe se quedó en uno de los pisos que Miriam tenía en alquiler y el dinero que recibía éste de su amigo lo emplearía para comer. Carmela y Paquito recibirían mensualmente lo suficiente. Pudo hacer que una conocida suya empleara a Cecilia como dependienta en una panadería y movió cielo y mar para que Charo trabajase en el restaurante de abajo. Con el tiempo, también Felipe encontró trabajo en el bar de una gasolinera. Don Eusebio y doña Paquita también quisieron contribuir y abrieron una cuenta para los niños, para el día de mañana, como decían ellos.

El espíritu de la navidad continúa cada día del año en estas diez almas. No sólo se reúnen en nochebuena, desde entonces son gente que se han llegado a querer mucho y se ven con frecuencia. Carmela y Paquito van cada domingo a la casa de Queta a merendar. Queta sale con frecuencia con Miriam, sobre todo al teatro y de vez en cuando hacen una escapada por Europa. Charo y Cecilia son inseparables, les encanta salir con sus hijos al parque de atracciones, al cine, incluso algún que otro verano se han ido todos unos días a la playa. Felipe quiso pagar algo a Miriam como alquiler y a su amigo le ha pedido muy agradecido, que no continúe dándole más dinero, que ahora ya puede vivir dignamente con su sueldo. Doña Paquita ya no es esa anciana-muermo de antes, ahora suele invitar a Remeditos de merendola a las mejores cafeterías de Málaga, y don Eusebio, al enterarse, se ha sumado y los tres se lo pasan bomba.

La mañana del 7 de enero es cuando Miriam lo empieza a desmantelar todo. Saca el álbum de fotos de la familia y se sienta en el sofá mientras se toma un café recién hecho. Las lágrimas siempre salen al mirar a sus hermanas, tan guapas, tan llenas de vida, con aquella gracia que tenían, pero aquel accidente acabó con ambas en un segundo, fueron las que se llevaron a su padre, no pudo soportar aquello. Su madre fue más fuerte, jamás permitió que hubiese una sola navidad en que no luciera el árbol y el belén y le hizo prometer a Miriam que eso tendría que ser siempre así, incluso hasta cuando ella ya no estuviera, en realidad una animaba a la otra en este asunto . Mira una foto de su madre y continúa llorando.
-¡Cuánto te echo de menos, mamá! -es lo único que acierta a decir-
Se toma un sorbo de café, deja el álbum y mira a través de la ventana. Ha empezado a llover, pero al recordar a Queta, una sonrisa ha iluminado su rostro. Coge el teléfono y la llama:
-Queta, ¿nos vamos a las rebajas?

Fuengirola, 31 de octubre de 2013
Para que nunca nadie vea la navidad como algo triste, sino mágica. Aunque nos falten nuestros seres queridos, aunque su ausencia en la mesa nos duela, pero como siguen vivos en nuestro recuerdo, permanecen, están, continúan.

Enviado desde el Ipad de J.Ramon