jueves, 28 de octubre de 2010

EL PEQUEÑO GOLFO

    El pequeño golfo tenía la mirada fija en aquel niño que se estaba comiendo el bocadillo a regañadientes por la imposición de su madre. Cómo esperaba el momento en que el niño tirase el bocadillo en la primera papelera que encontrase cuando su madre no lo viera... pero ésta no apartaba la mirada de su hijo, para estar segura de que iba a ser obedecida.

    El pequeño golfo tuvo que darse por vencido y contentarse con buscar en las papeleras del parque. Sus manos estaban sucias. Comenzó a buscar en la basura y se encontró con una lata de Coca-cola medio vacía, sin dudarlo un segundo, se la bebió de un sólo trago. Luego halló una bolsa de plástico que contenía medio plátano metido en su propia piel y un trozo de pan aún blando. Aquello duró lo que dura un abrir y cerrar de ojos.

    Con las manos en los bolsillos se fue caminando por los jardines interiores del parque. Su cuerpecillo diminuto, con aquel pantalón azul claro de peto sucio y harapiento y con aquellas zapatillas de deporte viejas y descosidas, eran lo más digno de lástima. De pronto se encontró con una cabina teléfonica, y con toda la naturalidad del mundo abrió la puertecilla metálica donde se recoge el cambio y metió los dedos, pero no había ni un sólo duro. Siguió su camino. Por fin llegó al estanque de los cisnes. Aquel lugar siempre estaba infestado de padres acompañando a sus hijos. Éstos, con grandes bolsas de palo-mitas de maiz y de papatas fritas alimentaban a los cisnes mientras el pequeño golfo pensaba que ser cisne, después de todo, no era ninguna tontería, por lo menos estaban ali-mentados sin hacer nada a cambio.

    Sus grandes ojos negros comen-zaron a brillar porque las lágrimas estaban a punto de volver a salir. Con cuánta frecuencia se derrama-ban sobre sus morenas mejillas. Puso sus brazos sobre la barandilla de hierro del estanque, recostando sus mejillas en ellos. Su mente, mientras miraba los rayos del sol filtrándose entre las copas de los árboles y ante los gritos y risas de aquella chiquillería allí concentrada, comenzaba a a recordar a su madre. Sólo la recordaba de una mane-ra: muriéndose. En esos pensamientos se veía un poco más pequeño, cogiendo la mano aún caliente de su madre que acababa de morir.

    De pronto, una mano se posó en uno de sus hombros y rápidamente aquella evocación se disipó. Era una niña con largas trenzas rubias y ojos castaños. El pequeño golfo se limpió las lágrimas con las mangas de su deshilachado jersey de lana roja y le preguntó a la niña qué quería. La niña quería saber por qué estaba tan sucio. El pobre chiquillo quiso morirse en ese mismo momento. Le dio un empujón y salió corriendo con el rostro lleno de rabia. Siguió corriendo hasta que no pudo más. Se sentó en el borde de una acera jadeando de cansancio.
 
    La tarde comenzaba a iluminar el cielo de grandes luceros y sin darse cuenta, se encontró en medio de una noche húmeda y fría. Los cristales de los coches estaban mojados de rocío. El pequeño golfo escribió en el cristal de uno la palabra "casa" y siguió caminando con los hombros encogidos de frío. Cuánto deseaba estar en una casa caliente y junto a su madre. Aquel horrible colegio donde fue internado era peor que una sala de torturas. Los demás niños le hacían daño y se reían de él. Una noche mientras todos dormían y ante un descuido de la celadora, cogió las llaves que ésta guar-daba en un cajón de su mesa y se escapó. Hacía ya cuatro meses que se las arreglaba solo.

    Unos contenedores de basura le hicieron detenerse. Buscó entre toda aquella porquería, pero no pudo encontrar nada seco que llevarse a la boca. Todo estaba mojado. A los pocos minutos se encontro con un montón de basura junto a las puertas cerradas de una tienda de ultramarinos. Comenzó a buscar y se encontró con varios restos de embutido. Los echó en una bolsa de plástico y vació el gran saco de papel donde estaba la basura, lo dobló y se lo llevó consigo. Siguió caminando mientras comía con gran apetito el resto de una longaniza. Aquellas calles le parecían un bosque tenebroso, pero estaba acosumbrado a pasar miedos, calamidades, miserias...

    Al fin llegó al lugar habitual donde pasaba la noche. Se trataba de un oscuro callejón sin salida, que era la entrada de una vieja fábrica abando-ada. Allí podía guarecerse del frío y de la lluvia, pero a penas podía dormir. No lograba acostumbrarse a las ratas ni a los insectos que habían en aquel lugar. Cogió la bolsa con comida y la enganchó a un clavo que sobresalía de una pared, pa-ra que no se lo comieran aquellos animales. Desdobló el saco de papel, se sentó en el suelo y se intro-dujo en él. Aquello le sirvió de saco de dormir.

    Cuando entró el primer rayo de sol entre las rendijas de las viejas persianas, los ojos del pequeño golfo se abrieron y comenzaron a mirarlo todo hasta que por fin reaccionaba y lograba recordar en qué lugar estaba. Miró con solicitud hacia el lugar donde enganchó la bolsa con la comida, con el temor de que hubiera desaparecido, pero no, allí seguía. Se levantó y cogió un trozo de mortadela y se lo comió. Se echó a la calle de nuevo.

    Así transcurría la triste y vacía vida del pequeño golfo, hasta que una mañana de febrero, blanca por la nieve que había caído la noche anterior, los ojos... esos enormes ojos negros del muchacho no se abrieron cuando el primer rayo de sol entró acariciando su rostro. Su pequeño cuerpo, abrazándose a sí mismo yacía congelado dentro de aquel saco de papel. Parecía dormido, pero sus ojeras y sus labios estaban morados. La muerte puso en sus mejillas dos lirios recién cortados.

    Una rata merodeaba alrededor tra-tando de comerse un trozo de pan que sobresalía de una bolsa de plástico.

    Nadie le echaría de menos, quizás nadie supo nunca lo que ese cora-oncito sufrió y la amargura que tenían las lágrimas que destilaron sus ojos.

    Fuengirola, 21 de mayo de 1990.

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