jueves, 28 de octubre de 2010

EL TREN DE LAS 2

    Llevo meses viéndote en el tren cada día. Siempre te sientas en el mismo sitio y yo hago lo mismo. Allí con tu sempiterno libro, tu tez morena, esas canas que van criando tus sienes, esa ropa impecable que siempre te pones, me encantan tus camisas, siempre las eliges preciosas. Tus zapatos marrones de cordones, tus pies grandes. Como la limpiadora esa tan escandalosa que habla con todo el mundo, fregona en mano, con su coleta y su cuerpo menudo, muy ensimismada en limpiar las papeleras del tren y de dejar el lavabo bien limpio. Cada mediodía la veo allí fiel a su horario y a su labor. O aquella señora setentona, siempre elegantemente vestida con su carrito de la compra. Cada jueves va al Mercado Central a comprar. Con ella sí he hablado en algunas ocasiones. También están esas mujeres –compañeras entre sí- que trabajan en un hospital y que siempre tienen la misma conversación. Nunca cambian de tema. El sexo y los ligues es su tema principal, aunque también suelen hablar de recetas de cocina.

    Jamás hemos cruzado  una mirada. Sé que tú sabes que yo existo, que me has mirado lo mismo que yo te he mirado a ti, a mí sí me habrás visto sonreír hablando con algún viajero conocido, pero a ti jamás te he visto sonreír. La última vez que te ví leías el periódico, la primera vez que te he visto leer el periódico, porque siempre llevas una novela. Hacía ya muchos días que no te veía, quizás tomarías tus vacaciones. Imagino que a ti te pasará lo mismo cuando las tomo yo –me echarás en falta- bueno, eso pienso yo, a lo mejor ni caes en que yo existo.

    Desde el primer día que te ví con aquel traje de pata de gallo marrón portando un paraguas mojado y un tanto contrariado al venir empapado de la calle, me fijé en tu mano derecha. Estás casado. Desde hace mucho tiempo, porque tu alianza es un anillo antiguo, a no ser que utilizaras el anillo de casado de tu padre, no sé… Jamás he soñado con hablarte, ni siquiera he sentido la necesidad de querer verte en otro lugar que no sea el tren, ni de entregarte a hurtadillas un papelito con mi móvil, así como quien no quiere la cosa, invitándote a un café al salir del tren en la cafetería que hay enfrente de la estación. No, nunca se me ha pasado por la imaginación querer flirtear contigo. Eres muy atractivo, serio, interesante, pero no. No tengo ganas de conocerte más a fondo, es mejor esta fantasía que nació hora a hora, día a día, mes a mes, dentro de nuestro tren.

    Un día sonó tu móvil y dijiste unas palabras amables a tu interlocutora, pero sin embargo las hablaste sin una sola sonrisa.   Pero pude escuchar tu voz. Una voz muy varonil, con un buen castellano –yo que me había hecho a la idea de que eras andaluz- ahora resulta que eres por lo menos de Valladolid.

    -Si, cariño, en un cuarto de hora estoy contigo, prepara todo, hasta luego.

    Esas fueron las únicas palabras que he oído de tu boca. Mi imaginación me hizo inventar algún que otro marco de circunstancias tomando como único boceto a aquellas palabras:

    -“Claro, él está anhelante de llegar a su casa para hacer el amor con su mujer, le ha hablado en clave para que ella entendiese que se pusiera atractiva y sugerente para cuando él llegase ponerse en acción” –pensé totalmente excitada y feliz-

    Después de esas semanas sin verte un día te ví por la calle, seguramente que vendrías de tu trabajo. Yo descansaba ese mediodía, venía de hacer unas compras y tú caminabas con prisas, miré el reloj y ví que, en efecto, ibas apurado si querías tomar el tren de las 2, pero si le echabas valor y corrías un minuto no se te escaparía.

    Cuando llegué a casa me puse a calentar la comida que ya tenía hecha y puse la tele, más que nada para tener algún ruido en casa, pues nunca pongo atención a la tele cuando estoy ocupada en otras cosas. Cuando acabé de almorzar encendí la cafetera, metí una cápsula de café en el compartimento correspondiente y abrí la llave del agua caliente de la ducha. Metí el servicio que usé en el lavavajillas y me desnudé en el cuarto de baño. Me senté en el plato ducha, necesitaba estar debajo del agua un buen rato y luego tomar una reparadora siesta de dos horas por lo menos, luego tenía pensado  ir a una exposición de pintura que había en el Museo de Arte Contemporáneo, para hacer tiempo e ir a la estación a recoger a mi novio que venía de Madrid. Jamás pongo atención a una sola palabra de las noticias del televisor, pero me  pilló en un minuto de total sosiego, no oía ni siquiera el agua que se estrellaba contra mi cuerpo allí en postura fetal, sentada en el suelo de la ducha. Pero esas palabras sí las oí, las escuché, se quedaron bien incrustadas en mis oídos. Entraron en ellos como cuchillas de afeitar, como un poro soportando un clavo y luego otro, y luego otro más. Corté el agua. Me quedé sin respirar para no perderme ni una coma de aquella noticia, que seguían dando con total confusión.

    -Hace escasamente 30 minutos que el tren de cercanías que iba de Málaga a Fuengirola, ha colisionado con otro tren saliéndose ambas unidades de su vía y descarrilando. El suceso ocurrió cuando ambos trenes pasaban por un viaducto de más de 50 metros de altitud, a la altura de Benalmádena. Aún no tenemos noticias del número de las víctimas, fallecidos o heridos. Nuestras unidades móviles están viajando en helicóptero al lugar del accidente para poder informarles también con imágenes. Seguimos atentos a todas las agencias de información para continuar informándoles de cualquier novedad.

    No me lo podía creer. Si yo no hubiera descansado ese jueves, yo podría estar ahora muerta o gravemente herida. Dios mío, aquellas personas conocidas de años ya, ¿cómo lo estarían pasando? ¿en qué estado estarían? ¿Qué guardia de seguridad estaría de servicio? ¿Manolo? ¿Stella? ¿Emilio?

    Pasaron unos meses de aquello. Finalmente hubo 134 muertos y gente muy mal herida.

    El viernes por la mañana la línea volvió a funcionar como de costumbre. Mi tren que siempre venía con gente hablando y riendo, era como un cementerio sombrío en una tarde de noviembre. Nadie hablaba. Busqué con avidez a la limpiadora, pero no la ví. Ni las tres compañeras que venían cada día a esa hora. Tampoco estaban allí. Tú tampoco estabas allí. No, no estabas allí con tu libro, ni con una de tus maravillosas camisas. Lloré, todo el viaje me lo pasé llorando. No me daba apuro llorar, otras personas hacían lo mismo. Un hombre de unos sesenta años con perilla canosa se quitó las gafas y se secó las lágrimas con un pañuelo. Sí, la gente lloraba, lloraba a esos compañeros de viaje de años y años, que no estaban allí al día siguiente. Ese señor seguramente descansó también el jueves o no pudo tomar el tren de las  2  como hacía cada día. Quizás lloraba también por la fortuna que tuvo -como la tuve yo-de seguir con vida, sana y salva.

    Pasó algún tiempo y nunca pude dejar de mirar el asiento que siempre ocupabas. Y nunca dejé de estremecerme. Siempre se me hacía un nudo en la garganta, me acordaba de tus libros, dónde fue aquel conocimiento obtenido ante tanta lectura, cuál fue la última novela que tuviste en las manos, qué frase leías cuando ocurrió todo…

    Hoy tomé de nuevo el tren, como hago siempre. Me senté, me puse las gafas de lectura y cuando iba a comenzar a leer me fijé en tu asiento de nuevo. Allí estabas. No me lo podía creer. Había una muleta a tu lado, pero ahí estabas con tu libro. Me acerqué a ti.

    -Hola, cómo estás? Me llamo Barbara. ¡No sabes cuánto me alegro de verte!

    Tus ojos me miraron, apretaste los labios, pero eso no pudo impedir que se te derramaran dos lágrimas. Y por vez primera me sonreíste. Me diste un fuerte apretón de manos. Tu rostro está sombrío, con una tristeza que paraliza la sangre, pero estás vivo. Seguiremos viéndonos cada tarde en nuestro tren de las 14:00 horas y así tiene que continuar la vida.



    Fuengirola, 27 de octubre de 2010.

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