lunes, 17 de enero de 2011

EL DESAHUCIO

    Mi vecina Araceli llora, hemos sido vecinas durante 47 años. Mañana desahucian el edificio, nos echan. A mí ya no me quedan lágrimas. Aquí en esta casa maloliente y llena de ratas viví los mejores años de mi vida y también los peores. Aquí pasé hambre, parí a mi único hijo, que murió de una enfermedad del pulmón a los 3 años, mi marido estuvo en la cama durante 8 años tras el derrame cerebral. Aquí fue donde me entregó el primer sueldo de casado, donde le preparé la primera comida, donde le lavé la primera ropa, donde me quité el velo de novia, donde entregué la flor de mi inocencia. Aquí fue donde cosí tanta y tanta ropa de vecinas que me traían sus telas, donde hice el ajuar de tantas jóvenes casaderas. Todo eso habrá sido una anécdota en mi vida, sin escenario, sin piedras que puedan decirlo si hablasen.
    Araceli sigue llorando, pobre mujer, también se quedó sola como yo hace siete años que murió Miguel, su marido. Su única hija se fue a Alemania a trabajar y allí se quedó, allí se casó y no echa cuenta de la madre. Hala, que se pudra en cualquier residencia. Tenga usted hijos para esto. Hace media hora llamó a mi puerta Piedad y Ramón, vecinos de toda la vida, llorando.
    -Águeda, venimos Ramón y yo para despedirnos, mujer. ¡Esto es muy grande, muy doloroso, Dios mío! ¿Cómo pueden hacer esto con todos nosotros?
    Los tres nos fundimos en un eterno abrazo entre lágrimas y gritos de dolor. Ellos fueron siempre nuestra despensa cuando Antonio -mi marido- se quedaba parado o yo me quedaba sin costura. Qué buena gente, qué solidaria, gente pobre como una y que sacaba de donde no había para compartirlo.
    Abrí la puerta y eché una última mirada al pasillo, a la puerta abierta de mi dormitorio y dí un suspiro que me hizo temblar. Acaricié el quicio de la puerta y salí sin cerrar, pero me llevé mi llave y la de Antonio, que siempre estuvo colgada donde él la dejó por última vez. Las rodillas se me aflojaban en cada peldaño que bajaba. Se podía escuchar los lamentos de los vecinos que aún continuaban en sus casas.
    Cuando salí había varios coches patrulla y varios policías esperando a que saliésemos todos para sellar el edificio hasta su demolición. Miré hacia arriba y vi a Eloísa –mi vecina de arriba- cogiendo una maceta de azucenas en flor que tenía en una jardinera enganchada a los hierros del balcón. Crucé la calle con mi única maleta hacia el taxi que me esperaba.

    Escribo todo esto desde la residencia donde me llevaron los de la Asistencia Social. Me dijeron que por mi edad no era factible darme otra vivienda, que eso era para gente más joven o para familias más grandes, que yo tendría que contentarme con pasar el resto de mis días en un lugar tan impersonal como es una residencia de ancianos, como cualquier cosa que no sea la casa de una. Para nada les importó el cariño que yo pudiera tenerle a mis cosas de toda la vida, a mi cama, a mis muebles… en la residencia sólo me permitían llevar un poco de ropa y algunas cosas personales como las fotos y poco más. No sólo me despojaron de mis paredes de siempre, sino de esos pequeños tesoros de toda mi vida.
    Hoy me siento como si me hubieran dejado desnuda en medio de la calle, ultrajada totalmente, humillada, triste, muy triste. He llorado mucho y sé que aún me queda mucho por llorar, pero no puedo hacerlo, no estoy sola. Acaban de presentarme a doña Manuela, una señora de pelo negro y de edad muy avanzada que será a partir de hoy mi compañera de habitación en la residencia. Es muy habladora y amable, pero no tengo ánimos para atenderla y le dije que me disculpase, que no me sentía bien. Me dijo que lo comprendía, pero que ya se me pasaría, que les pasó a todos en su primer día, pero que luego me amoldaría como todos se amoldaron, y que me lo pasaría muy bien allí. No lo creo. Ni ella misma se lo cree. Decía las cosas de manera automática, sin alegría en los ojos, y cuando alguien quiere animar a otro sin alegría en los ojos, es porque tampoco lo está pasando bien.
    Así que ya estoy vislumbrando el resto de mi vida y un nudo de desesperación atraviesa mi garganta. Quiero gritar, romper las paredes con los puños cerrados, tirarme de los pelos, sacar mi ropa de la maleta y hacerlas trizas, pero no, debo callar y no parecer una loca y que me metan en un sitio peor. Será mejor así. Una vieja no tiene ni voz ni voto en nada, ni de su propia vida. No se nos permite tomar nuestras propias decisiones sin ser una cuestionada. Una vieja ya no sirve, una ya no es útil para nada. Sólo me queda esperar hasta que todo esto acabe, es mi único consuelo. Quisiera ser más optimista, sé que seguramente doña Manuela tiene razón y mañana me encontraré mejor, pero no quiero acordarme más de su mirada triste y desesperada. Yo sí me quiero creer que seré feliz aquí.

     Málaga, 17 de enero de 2011.