miércoles, 2 de marzo de 2011

LA AUTOINCULPACIÓN

    Los desechos de una vida siempre vuelven, despiertan cuando menos lo esperamos. Ahí están agarrados a nuestras vísceras, como si haciendo eso nos tuvieran en sus garras, como si tuvieran ya decidido destrozarnos las entrañas si no caemos desesperados y atormentados. Ellos no quieren nuestra sonrisa y nuestro olvido, ellos quieren machacarnos, pisotearnos como una colilla medio humeante tirada en el suelo. A veces se topan con la rebeldía de algunos que no les importa el dolor físico y dan la espalda a los tormentos agazapados que aspiran a estar siempre resucitando en el momento menos esperado.
    Nuestras conciencias están ahí inherentes en nosotros, no nos hace falta ningún recordatorio adicional, ni ningún torturador particular. Los recuerdos fluyen suavemente, como cuando comienza a despuntar el alba y sin darnos cuenta la última estrella se apaga del cielo y nos encontramos con un sol radiante y vivo. Entonces es cuando debemos decidir recordar el dolor para pasar un día gris o negro o paliar nuestro temor con los recuerdos que nos da la vida, los que vivimos ayer que tanto nos hizo reir, que nos hizo llorar de felicidad.
    Atrincheramos en lo más recóndito de nuestro ser todo aquello que nos hace desfallecer, porque el dolor nos espanta, a veces deseamos un trasplante de cerebro, cerrar los ojos y que al abrirlos de nuevo seamos una nueva persona, pero luego caemos en la gente que nos quiere, en la gente que amamos y desechamos esa idea absurda. El amor todo lo destila, es como un árbol que hace que su fruto tenga agua pura.
    La noche es abominable para los atormentados, dibuja en la pared del dormitorio todo aquello que deseamos olvidar y lo vemos como si estuviésemos viendo una película en todd-ao, para que nos enteremos de lo que vale un peine. A ella nada le importa nuestro descanso y que a la mañana siguiente temamos abrir los ojos de nuevo por temor que en las paredes aún estén proyectadas nuestras lágrimas. Pero un día se nos cayó la venda que nuestra culpa nos puso. Cayó en nuestras manos el Libro de los libros y lo abrimos, y sin pasar una sola página allí estaba como brillando más que ningún otro versículo. Allí estaba como grabado a fuego, con letras de oro, que nosotros no somos nadie para juzgarnos a nosotros mismos, porque nos convertiríamos en el más injusto de los jueces, en el más inquisidor y tirano, que ya existe un Juez vestido de Él mismo, que es amor, sin necesidad de togas negras inspiradoras de temor y Su único birrete es la justicia. Sus manos no contienen mazos ni puños cerrados, sino comprensión y delicadeza. El Anciano de Días, como lo describió el profeta Daniel en la visión que tuvo, sentado en Su trono de juicio. Él es el Único que puede portar nuestras culpas, porque nos conoce desde que éramos embriones dentro de nuestra madre y sabe qué contiene nuestros corazones. Sabe a la perfección cómo atacar a la plaga inmisericorde que agota nuestros corazones.
    Podemos curarnos de nosotros mismos, nuestras uñas dejarán de clavarse en nuestro pecho y nuestros dientes ya no morderán más nuestros labios. Nosotros mismos somos nuestra enfermedad cuando insistimos que una culpa debe clavarse como cristales rotos en nuestra paz.
    No venimos a la vida con  una moviola debajo del brazo y no es posible borrar lo vivído, lo adverso de nuestros actos, pero sí existe algo llamado perdón.  Si acudimos a Él cuando lo necesitemos dejaremos de juzgarnos a nosotros mismos. El Dios Feliz se llama a sí mismo así. Seamos felices. Si nos asemejamos a Él en Sus cualidades y llevamos las lágrimas de nuestra autoacusación al pañuelo de Su comprensión lo vamos a lograr.
    Entonces nuestras noches nos recogerá en sus alas, nos narcotizará suavemente y soñaremos con el amor, con toda una vida llena y cuando despertemos veremos nuestras ventanas abiertas y nuestro cuerpo sentirá el frescor de la mañana.

    Fuengirola, 02 de marzo de 2011

4 comentarios:

La Dama Zahorí dijo...

Un relato estremecedor...sobre todo en la parte que respecta al insomnio, ¡qué cuadro tan vívido acabas de pintar...!

Y como tú mismo dices, no podemos salirnos de nosotros mismos. Tan sólo nos queda perdonarnos, querernos y seguir adelante.

Saludos.

Manolo dijo...

Muchas gracias por leerme, Laurita. Esta noche sentí la necesidad de escribir algo al respecto, porque lo poco o mucho que estemos aquí tenemos que aprovecharlo de la mejor manera y no perder el tiempo de nuestra vida en amargárnosla, no te parece?
Un beso muy cariñoso de Manolo.

Raúl dijo...

No debes autoinculparte, porque de nada se nos debe perdonar. Todos a todos ofendemos. La vida es una escuela y da lecciones para aprender y para que nuestro espíritu siga creciendo, para ser más ángel y menos bestia. Un saludo afectuoso y mucho ánimo.

Manolo dijo...

Gracias, Raúl, por la amabilidad que has tenido al comentar sobre el artículo que escribí el otro día sobre la autoinculpación. Gracias a Dios, cuando tenemos las herramientas necesarias para poder sobrellevar los errores que cometemos sin una autoculpabilidad desmedida, es que hemos llegado al punto del equilibrio como seres humanos. No es malo que tras haber dicho o hecho algo a alguien, que haya sido adverso para esa persona, nuestra alarma se encienda para indicarnos que hemos metido la pata y que pidamos disculpas, lo que no es bueno para nada es lamentarse constantemente de algo que hemos hecho, no perdonarnos nunca, y más aún cuando la persona agraviada nos concedió su persón hace décadas.
Un saludo y un abrazo.
Manolo.