jueves, 28 de octubre de 2010

UN CARTERO LLAMADO ESPERANZA



    La noche era intensamente fría. La creciente luna brillaba límpida entre las miles de estrellas que podían divisarse. El frío era húmedo, penetrante. Los coches yacían aparcados embebidos de rocío. No se veía un alma, ni un gato, ni siquiera un vagabundo huroneando en algún contenedor de basura. Únicamente él era el protagonista de la noche, la figura nocturna de aquella madrugada gélida. El silencio penetraba en sus oídos y sintió que su cabeza estaba a punto de reventar en mil pedazos allí mismo, en aquella calle oscura y sucia.
    Mughawa sintió sus ojos llenos de lágrimas, de la angustia que lo martirizaba a cada momento del día y de la noche. Dejó su canasto de mimbre lleno de baratijas en el suelo y se sentó en el escalón de un portal, totalmente vencido, cubriéndose los ojos con las manos. El llanto deformaba su negro rostro, que brillaba entre la parpadeante luz de una cabina telefónica cercana. Estaba desesperado, hundido, como si hubiese sido derrotado cien veces por el mismo enemigo.
    Mughawa llevaba cinco años en españa buscando la prosperidad que no halló en su país, pero únicamente pudo aspirar a un tiránica contrato en un bar de mala muerte, donde se dejaba las uñas lavando vasos y acarreando cajas de cerveza. Cuando salía, bien entrada la tarde, comenzaba a vender bolígrafos y llaveros en los bares donde le permitían entrar. Se sentía apaleado por todos. Únicamente contaba con un amigo: un vivaracho perro que halló una noche medio muerto de hambre. Éste era el único ser que le mostraba atención y cariño. 
     La familia de Mughawa era modesta y trabajadora y eran felices. El día de su partida hacia Espàña fue todo un drama. Dejó a todos llorando y suplicando prontas noticias. Tres años después de aquello, y sin jamás perder la esperanza, Mughawa seguía viviendo en la misma miseria que le obligó a emigrar. Pensaba que algún día sus circunstancias cambiarían, que serían menos adversas y que por fin lograría ver hecho realidad el sueño que se había forjado de vivir con toda su familia en España, pero iban pasando los meses y los años y todo seguía igual o peor. La realidad era la otra cara de la moneda a la que él nunca apostó. Así que llegó a la conclusión de que todo aquel sacrificio no valía la pena y que comenzaría a trabajar aún más para lograr un pasaje y regresar a casa. Allí por lo menos estaría con su esposa y la pequeña Consuolee, a la que dejó con sólo nueve días. Echaba de menos a su madre y a su hermana mayor, a sus amigos, a todo lo que oliera a África. Sentía en sus adentros a cada uno de ellos y eso le destrozaba, le abatía.
     Cuando ya estuvo a punto de partir hacia Ruanda, se enteró de la terrible verdad que anunciaba a todas horas por la radio y por todos los canales de televisión: Ruanda era pasto de una guerra sangrienta, como todas las guerras, pero a él le pareció más horrible que a nadie.
     En todo el tiempo que aquel genocidio duró, no pudo obtener ninguna clase de información sobre su familia. Su esperanza le hacía creer que debía estar en algún campo de refugiados, pero la matanza recíproca que existía entre hutus y tutsis le envolvía de toda clase de patéticas escenas, donde su familia siempre era la víctima propiciatoria.
     Escribió multitud de veces al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, pero únicamente le llegó una carta donde le comunicaban que era imposible localizar a su familia, pero que probablemente estaría a salvo en Goma, donde miles de ruandeses pudieron hallar refugio seguro.
     Aquello le pareció como una luz que alumbraba su ya masticada y engullida desesperación, pero a la vez, se temía lo peor, pues las telenoticias seguían mostrando éxodos multitudinarios de personas que se dirigían a diferentes campos de refugio y cómo muchísimos morían en el camino por el cólera y el hambre.
     Pasó el tiempo y por fin aquel thriller no ficticio terminó. Prontamente Mughawa comenzó de nuevo a escribir a todas partes, pero siempre recibía las mismas noticias. Ningún organismo pudo informarle sobre el desti-no de su familia. escribió numerosas cartas a su casa, pero siempre se las devolvieron. Cada vez que veía aparecer al cartero, corría hacia él ansioso, pero jamás le trajo una sola carta de los suyos, únicamente las que él envió, y que la oficina de correos de su ciudad le devolvía una tras otra.
     Mughawa no podía creer todo aquello, tanta insensatez humana, tanto odio entre hermanos, entre personas de distintas razas, pero que habían convivido juntas durante tantos años. No podía comprender tanta injusticia, tanto desamor.
     Constantemente venían a su memoria aquellos años felices, cuando aún vivía su padre e iban juntos a pescar, o aquellos domingos, cuando tenían invitados en casa y los mayores narraban aquellas fabulosas historias que vivieron de jóvenes. Podía ver -como si hubiera sucedido tan sólo unos días atrás- a su madre cantando, mientras peinaba a su hermana con aquel peine de hueso, mientras ésta no paraba de mirarse al espejo de mano que portaba.
     Recordaba su casa, con aquel tejado de paja que su padre renovaba cada año, y aquellas persianas de caña pintadas de azul, y el hogar, donde su madre le preparaba aquellas enormes tortas de harina y que a él le gustaban tanto...
     Pensó en regresar y buscarlos en cada población del país si hubieera sido necesario, pero a él le constaba que su familia había sido exterminada como otras muchas, y que nada ni nadie le esperaba allí. Así que decidió continuar en España y seguir sobreviviendo a toda aquella tragedia.
     Sus ojos continuaban llenándose de lágrimas y más aún cuando todo él se llenaba de ternura al recordar a la pequeña Consuolee, a aquella hija que amó tanto en la distancia, que tanto necesitó...

Dos años después de lo ocurrido, la pesadilla rebrotó. De nuevo, aquellas tierras africanas vuelven a ser pasto de la maldad humana. Zaire es ahora el causante de un nuevo éxodo. Los refugiados ruandeses que aún permanecían en Goma, resolvieron regresar a casa racheados por la guerra. Ahora el camino es a la inversa. Centenares de miles de ruandeses van a pie hacia la ciudad ruandesa de Gisenyi, donde hay un campo de refugiados.
     Aquellas personas hubieran deseado regresar a casa mucho antes y de otra manera, pero la milicia hutu de Ruanda , recién derrotada por los rebeldes tutsis de Zaire, impedían aquel deseo, pues amenazaba de muerte a todo aquel refugiado de su propia raza que osase regresar. Ahora, docenas de miles de sospechosos de haber intervenido en el genocidio de Ruanda, están en las cárceles esperando a ser juzgados. Esto ha tranquilizado en gran manera a los hutus refugiados en Goma y por fin se decidieron a regresar.
     Mughawa siento gozo por ello, pero no puede evitar recordar a los suyos. Quizás, dentro de poco, cuando la situación se haya normalizado, vuelva a escribir algunas cartas a su mujer y a su madre. Quizás algún día el cartero no se las devuelva.
     Ya más tranquilo, dio un profundo suspiro, se limpió la cara aún humedecida por el llanto y se fue a casa con su canasto de baratijas. En su mente comenzó a sonar una suave melodía de su tierra y volvió a sentir el calor de los suyos, de su ambiente. En sus gruesos labios se dibujó una sonrisa de esperanza, una sonrisa que no se apartó de él hasta que sucumbió al sueño en aquella noche, como tantas otras, llena de recuerdos y soledad.

    Fuengirola, 18-19 de noviembre de 1996.



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