jueves, 28 de octubre de 2010

UN AMOR DE CINE

    Recuerdo que era una tarde de otoño cuando se estrenó La Heredera en el cine Albéniz. Olivia de Havilland siempre fue una de mis actrices predilectas y nunca falté a un estreno cuando era ella quien protagonizaba la película. Desde que la ví en aquel papel tan maravilloso haciendo de Melania en Lo que el viento se llevó, nunca he dejado de admirarla.
     Catherine, aquella tímida treinteañera odiada por su padre y adulada por su tía, dejaba vislumbrar al espectador, desde los primeros fotogramas de la película, que aquel sería un papel de los que iban a hacer historia, y así fue. Cuando terminó la película con aquel Montgomery Clift aporreando la puerta, mientras una impasible Olivia de Havilland, con cara de venganza cumplida, subía a sus aposentos con un quinqué de porcelana encendido, me quedé impresionado. Yo no era el único que abrigaba ese sentimiento. Una joven pelirroja que estaba sentada en mi misma fila, estaba sin parpadear. Recuerdo que llevaba un broche en la solapa de su chaqueta. Era una araña de brillantitos de colores que tintineaban a la luz de la proyección. Aquello me divirtió, pues yo también solía llevar siempre una insignia de oro en forma de pluma, del círculo literario al que pertenecía.
     Pasaron unos años y, una mañana leyendo el diario ví que volvían a dar en el Albéniz La Heredera. Me regocijé, pues aquella tarde la tenía libre y no sabía bien en qué iba a emplear el tiempo, así que, sin pensármelo dos veces decidí allí mismo que iría a verla.
     Cuando comenzaron los títulos ya comencé a recordar el argumento, pues un gran bordado de petit point servía de fondo en toda la pantalla para sobreponer el reparto. Así que aquello me sirvió para recordar que Catherine sólo vivía para sus bordados, era lo único que sabía hacer, según su padre.
     A la mediación de la película fui al vestíbulo a comprar un botellín de gaseosa. Cuando iba por el pasillo ví entre el público que algo brillaba, pero no podía ver bien qué era exactamente. Cuando lo tuve más de cerca me quedé parado un instante. Se trataba de una araña de brillantitos de colores idéntica a la que lucía aquella pelirroja, pero no, no podía ser ella. La miré y me conmoví cuando me percaté que, en efecto, se trataba de la misma mujer que años antes estuviera en el estreno de aquella película. No podía ser. Aquello me pareció increíble, pues siempre que pensaba en La Heredera la asociaba con la pelirroja y su araña, así que, en realidad nunca la olvidé del todo, por eso hasta me emocioné cuando la volví a ver.
     Unos dos años después de aquello me encontraba en la taquilla del Cinema España, con la misma ilusión del que va a ver un estreno esperado, pero lo que iba a ver en realidad era La Heredera. Ya no sabía muy bien si iba porque me encantaba aquella película, o bien, por encontrarme con la pelirroja. Inconscientemente sé que fue por esto último. Y, en efecto, allí estaba, Era verano y llevaba un traje de chaqueta, y en la solapa, como siempre, su araña prendida. Aquello no podía ser cierto. Estaba comenzando a asustarme tanta coincidencia, pues nunca fui supersticioso y por supuesto, nunca creí que aquello fuese alguna señal de nada.
     La película iba por la parte en que Catherine corría toda ilusionada a enseñarle al padre su nuevo vestido color guinda, y éste con cara de desprecio, diciéndole que no le iba ese color y comenzó a compararla con su difunta madre, que tenía los cabellos rubios y los ojos azules, y no como ella, con aquella piel aceitunada y cabellera tan negra como la endrina. En aquel preciso momento, en el patio de butacas la miré y pude comprobar que tenía el ceño fruncido, sufriendo lo mismo que Catherine y odiando a aquel padre lleno de rencor hacia su hija, por ser ésta la causante de la muerte de su madre en el día en que la dio a luz. Estaba sentada detrás de mí, lo sé porque, cuando entré en la sala antes de comenzar la película, la busqué con avidez y allí vi su larga melena roja. En principio dudaba si era ella, pero cuando me senté, miré disimuladamente hacia atrás y comprobé que sí, que no estaba equivocado.
     Pasaron los años -muchos- y ya no volvieron a dar nunca más La Heredera. Aquella pelirroja con su araña de cristalitos nunca se desprendió del todo de mi memoria. Con el paso de los años se me fue borrando su rostro, es cierto, pero aquello era lo que menos importaba, lo esencial era que aquellas tres ocasiones en el que coincidimos en el cine escribieron en mi vida algo muy hermoso, que, aunque no llegó a obsesionarme, la verdad es que, cada vez que lo recordaba, una sensación maravillosa de bienestar me invadía todo.
     Nunca se cruzaron nuestras miradas, nunca intercambiamos una sola palabra e ignoro si ella se dio cuenta alguna vez de mi presencia. Lo que lamento de todo esto es no haberla abordado.
     Una mañana, una vieja amiga que sabía lo que me gustaba Olivia de Havilland, me llamó por teléfono y me dijo que si me apetecía ir al cine a ver una película que habían reestrenado en el Goya. Cuando me especificó que se trataba de La Heredera sentí cómo el corazón dio un brinco de alegría. Sin dudarlo acepte su propuesta. Fui a recogerla en mi coche y de camino le conté lo que aquella película significaba para mí, y por supuesto, lo de la pelirroja.
     -¿La reconocerías si la volvieses a ver, depués de tantos años? -me preguntó cuando estábamos en la sala-.
     -Creo que sí -contesté nervioso como un tímido adolescente, pero, aunque estaba seguro de que una cuarta vez sería algo súmamente improbable, algo muy dentro de mí me decía lo contrario-.
     Cuando entramos, mi amiga no hacía más que instarme a mirar por todos lados, por si aquello volvía a repetirse, pero no, por mucho que examiné cada fila, cada butaca, no conseguí ver de nuevo a aquella mujer.
     Comenzó la proyección y algo me impulsó a mirar atrás. No me resignaba que todo lo que La Heredera significó pará mí durante tantos años se fuese a paseo en tan sólo una tarde. No estaba dispuesto a permitir que aquello ocurriese. Cada cinco minutos miraba hacia atrás, pero no, ella no estaba. Pasaron tantos años que, hasta era posible que hubiera muerto. Entonces, las lágrimas comenzaron a brotar. Lloraba como nunca antes lo hice. La pena me embargó, subyugó mi saber estar, me pudo. Mi amiga se dio cuenta y me asió la mano fuertemente. Entonces, me levanté.
     -Por favor, vayámonos.
     Cuando íbamos por el pasillo, con la mirada nublada por el llanto, ví que algo brillaba en la oscuridad. Me limpié los ojos y sentí que se me iluminó la cara. Era ella. Seguía adherida a aquel broche. Aún era bonita y todavía conservaba su lindo pelo rojo.
     Me quedé quieto. Sentía cómo el brazo de mi amiga me arrastraba hacia la salida, pero, cuando comprendió lo que estaba pasando me sonrió y se fue sola. Mi presencia hizo que ella apartara su mirada de la pantalla y por primera vez nuestros ojos se encontraron. Ella lloraba también y le sonreí. Me senté a su lado, le tomé su mano y se la besé. Ella, con toda la naturalidad del mundo posó su cabeza sobre mi hombro y así estuvimos hasta que aquel vividor de Morris, encarnado por Montgomery Clift se dejaba los puños en la puerta de una ya cuarentona Catherine. Los años fueron pasando por los personajes como por nosotros.
     Cuando se encendió la luz de la sala, ví que los años no fueron demasiado crueles con aquella mujer, aún se la veía llena de vida. Ninguno de los dos nos atrevíamos a decir la primera palabra, pero al fin ella fue la que se decidió.
     -Esto ha sido lo más hermoso que me ha ocurrido en toda mi vida. En los últimos cuarenta años sólo he vivido con la única ilusión de que siguieran reestrenando esta película, para volver a verte.
     -A mí me ha ocurrido lo mismo, pero ya sabes que en nuestros tiempos no era tan fácil allegarse a una chica sin haber sido presentados de antemano.
     La sala se quedó vacía y el acomodador nos llamó la atención para que saliésemos. Una vez en la calle pudimos ver que estaba anocheciendo. Nos fuimos a pasear por el parque y nos sentamos en un banco.
     -Esta es la cuarta vez que nos vemos. Espero que no sea la última -dije-.
     -Es la cuarta vez porque así lo quisiste -me dijo mirándome fíjamente.
     -¿Qué quieres decir?
     -Cuando te ví la segunda vez unos años después del estreno de la película que acabamos de ver, comprendí que La Heredera te seguía fascinando. Igual me ocurría a mí. Así que creí que irías a ver la película más de una vez cuando la reestrenaban. Yo iba cada día por si volvía a verte de nuevo, pero no, cada vez, a través de los años, ocurría lo mismo, únicamente ibas el primer día. Aún así yo seguía en mis trece y continuaba yendo a diario. Pero fueron pasando los años y nunca más volvieron a reestrenarla hasta hoy mismo. Cuando leí en el periódico que la volvían a dar, me sentí tan feliz...
     -A mí me pasó lo mismo, pero como han pasado tantísimos años, llegué a pensar que quizás ya no volvería a verte. ¿Cómo es posible que nos haya ocurrido esto? Es tan inverosímil...
     -Siempre creí que tú ni te habías dado cuenta de que yo existía, pero hoy he podido saber que ambos sabíamos lo que estaba ocurriendo.
     -¿Sabes qué fue lo que causó que me fijara en ti? Esto-dije acari-
ciando con un dedo aquel broche.
     -Nunca me separo de él. Es una baratija, pero me lo regaló mi hermano mayor y le tengo mucho cariño. El pobre ya murió hace doce años...
     Desde que ocurrió aquello hace ya más de ocho años jamás volvieron a reponer La Heredera . Se llamaba Rosalía. A los pocos meses nos casamos. Desde que amanecía cada mañana hasta que llegaba la noche nunca nos separábamos. Sólo su muerte -que nunca dejaré de llorar- pudo lograr que no estuviéramos el uno al lado del otro.

    Esta mañana encontré en un cajón de la cómoda un estuche, lo abrí y ví que se trataba de la araña de visutería que tanto le gustaba ponerse. Y lloré, lloré mucho.

    Fuengirola, 4-6 de diciembre de 2000.

No hay comentarios: