lunes, 11 de octubre de 2010

QUE SE CALLEN LOS POETAS TRISTES

¡Ay de aquellos versos vertidos con dolor,
donde la muerte y las lágrimas
se conjugan con crueldad
sobre unos ojos sin brillo
y sobre un cuerpo inanimado!
¿Qué parásitos se envuelven en el ser,
que lo dejan a uno inerte,
como un fuego apagado
y como una tormenta
sin lluvia y sin arco iris?
¿Qué oscuridad va envolviéndose en nuestros ojos
hasta dejarlos ciegos,
y qué quietud destruye
el alegre ritmo de nuestro corazón
hasta dejarlo convertido en lejano eco?
¡Que se extiren todos los labios de la humanidad
en expresión de risa!
¡No! ¿qué digo?
¡en carcajadas múltiples,
en gritos impregnados de dicha extrema!
Que queden olvidados -desde la raíz-
todos los lamentos de desconsuelo,
del negror de la pena infinita.
Que todo haya sido un sueño,
un largo y horrible sueño
y que volvamos a estar como en el principio:
descubriendo continentes, nuevas tierras,
pero no con el fin de apoderarnos de ellas,
sino con el afán
de querer de cerca a nuestros hermanos,
que son semejantes a nosotros.
De amarlos con nuestras palabras,
con nuestros abrazos,
con nuestros besos,
 con todo lo que realmente vale la pena:
con nuestra ternura.
¡Que se callen los poetas tristes...!
Que no lloren más
ni siembren tanta podredumbre en los corazones.
Que podamos
segar muy pronto esa sonrisa que toda alma ansía...
Que se sequen los pañuelos
de una vez y para siempre
y que la eternidad
nos aceche a todos cogidos de la mano
y mirando a las estrellas,
a esas hermosas constelaciones
que Alguien Maravilloso nos ofreció.

Fuengirola, 17 de marzo de 1988.

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