jueves, 28 de octubre de 2010

LA CASA DE ENFRENTE

    Cuando en aquella tarde de abril por fin introdujeron el último mueble, después de todo un día de mudanza, me sentí sumamente aliviado. Ya sólo me quedaba desembalar las cajas e ir colocando cada objeto en su sitio, ordenar la biblioteca e ir abriendo las maletas para luego llenar los roperos. Aquella noche no cocinaría, decidí llamar a un mexicano y que me trajeran un burrito de pollo con arroz y ensalada.
    Málaga siempre me pareció una ciudad encantadora, abierta, llena de luz y alegría, por eso, cuando por fin tuve la oportunidad decidí pedir el traslado en el banco, después de haberme pasado más de veinticinco años en aquella sucursal de Leganés.
    Aún no conocía a nadie, pues el piso lo compré a través de una inmobiliaria y sólo estuve allí un par de veces ante de instalarme definitivamente.
    Decidí que las cortinas debían estar colocadas antes de acostarme, pues necesitaba crear un ambiente de hogar lo antes posible. Comencé con las de mi dormitorio, luego con las del salón y finalmente con las de mi despacho. Estaba terminando de ponerlas en este último lugar, cuando de pronto ví encenderse la luz en una ventana en el bloque de enfrente. Las cortinas de un sutil encaje de chantillí se descorrieron y pude ver a una anciana de cabellos rojos. Abrió la ventana y miró hacia donde yo estaba. De pronto me saludó con la mano y me sonrió. Yo hice lo mismo. Luego volvió a cerrar la ventana, a correr las cortinas y de nuevo la luz volvió a apagarse. De pronto el teléfono comenzó a sonar. No imaginaba quién podría ser, pues no dí mi nuevo teléfono a nadie, excepto a Mariana, una gran compañera y amiga de toda la vida. Pensé que sería ella o que alguien se había equivocado de número.
    -Dígame.
    -Buenas noches. Soy su vecina de enfrente, la que le saludó hace unos segundos.
    -¡Ah, sí! ¿cómo ha logrado saber mi número de teléfono?
    -He llamado a ese teléfono diariamente en los últimos cuarenta años. Quise comprobar que aún era el mismo número, por lo que veo la inmobiliaria que compró el piso a los herederos de mi pobre amiga Josefina quiso conservar el teléfono para luego sacarle más dinero al comprador. Como usted sabrá falleció hace tres meses. No sabe cuánto la echo de menos.
    -Lo siento. Bueno, creo que lo más correcto en estos casos sería que nos presentáramos, ¿no cree? –dije tratando de ser amable.
    -Sí, perdóneme. Ya sabe que las viejas no caemos en muchas cosas y que comenzamos a carecer del sentido de la medida.
    -¡No, por favor, no diga eso, me parece usted encantadora!
    -Gracias, caballero. Bueno, pues me llamo Eloísa Ballesteros y soy una vieja viuda que vive aquí desde que me casé con mi difunto marido, hace ya… como cincuenta años, pero casi siempre he vivido sola, pues enviudé al año y medio de casada.
    -Pues yo soy Jacinto Camacho, y, como usted, también vivo solo, pero uno se acostumbra a todo y no me parece tan malo no tener a nadie en casa.
    -Es cierto, la soledad tiene sus ventajas, aunque también creo que tiene aspectos muy negativos. Bueno, don Jacinto, pues me gustaría mucho que subiese algún día a casa y tomáramos un café, así que, cuando guste no tiene más que subir. Vivo en el cuarto, puerta C. Ya no le molesto más, pues seguramente tendrá mucho que hacer. Espero que se encuentre a gusto en ese pisito tan mono, donde he pasado tantos y tantos ratos de compañía con mi querida amiga Josefina.
    Pensé que aquella mujer era un poco extraña, aunque aparentemente me pareció encantadora e intuí algo en ella que me sobrecogía. No me pareció normal aquella manera tan resuelta de abrir las cortinas, la ventana y luego aquel saludo. Era como si tuviera escrito en el pizarrín de la cocina lo que tenía que hacer en cada momento del día y que a las 9:15 de la noche era la hora de descorrer las cortinas y saludar al nuevo vecino. Eso fue lo que sentí. Ví en aquel comportamiento suyo como algo premeditado, estudiado, medido. Decidí no darle más vueltas al asunto y volví a concentrarme en ultimar la colocación de aquella cortina.
    Con casi todo colocado me fui a la cama. No tenía ni ganas de cenar de lo cansado que me encontraba, así que metí en la nevera la comida que encargué en el mexicano.
    Cuando por fin me estaba quedando dormido. Creí escuchar un ruido en la puerta de la calle. Me quedé sin respiración unos segundos y no volví a escuchar nada más, así que me volví y continué descansando. Pero volví a oír aquel mismo ruido. Era como si estuvieran arañando la puerta. Sin encender la luz me levanté de nuevo, me puse las zapatillas y cogí un paraguas con la intención de sacudir al que intentase entrar en casa. Miré por la mirilla y no pude ver nada, pues la luz del descansillo estaba apagada. Tras la puerta continuaba aquel ruído que tanto me estaba intranquilizando. No me pareció que fuera un ladrón, quizás un perro o un gato. Con toda la precaución del mundo abrí la puerta con la cadena echada y nunca en mi vida pasé tanto pánico cuando ví que dos ojos muy luminosos me miraban fijamente. Cerré la puerta con todas mis fuerzas. Sentí que mi corazón se me iba a salir por la boca. De pronto oí un aullido. Se trataba de un perro, no me cabía la menor duda. ¿Y si estaba rabioso? Los aullidos continuaban con más insistencia y comencé a sentir pena por el pobre animal. Quizás tendría sed o hambre. Sin pensármelo dos veces encendí la luz del recibidor y volví a abrir la puerta, esta vez sin la cadena de seguridad. Era un perro blanco con una mancha color canela en el ojos derecho, no pude adivinar la raza, pero me pareció que el pedigree lo perdería su tatarabuelo por lo menos.
    Lo conduje a la cocina y sobre una hoja de periódico le eché el burrito de pollo y en un plato hondo le puse agua fresca. Pero no parecía tener hambre ni sed. El perro se fue directamente a mi dormitorio y comenzó a ponerse de pie sobre la última puerta del armario empotrado. Era como si conociese perfectamente aquel lugar y estuviera tratando de decirme algo muy importante. Así que abrí la puerta del armario, estaba lógicamente vacío, ya que las maletas aún no las había abierto. Pero el perro continuaba nervioso y metía una y otra vez las patas por debajo de una tabla que casi rozaba el suelo. Me tendí en el suelo, introduje un brazo y toqué algo blando justo al fondo. Lo cogí y ví que se trataba de unas veinte cartas atadas por una cinta color escarlata. Aquello me tenía cada vez más intrigado.
    -Tú vivías aquí, ¿no es cierto? Tu ama era la antigua dueña de este piso, ¿verdad?
    -dije al perro mientras le acariciaba- Pues continuarás viviendo aquí, precioso. No dejaré que vuelvas a la calle. Cómo habrás echado de menos a tu ama. Qué triste habrás estado, pero eso ya se acabó. Ahora seré yo tu amo y te voy a cuidar y tú me harás compañía.
    Estaba tan cansado que puse aquellas cartas sobre la mesilla de noche y me acosté rendido. El cansancio era más fuerte que la curiosidad que podía sentir por el contenido de aquellas cartas.
    A la mañana siguiente, cuando desperté ví que el perro estaba dormido sobre la alfombra de mi dormitorio. Tomé un vaso de agua y ví las cartas. Me recosté y comencé a leerlas. Al principio no comprendía muy bien de qué trataban, pero a medida que fui leyendo advertí que eran cartas de un amor clandestino e imposible de un hombre llamado Vicente. La destinataria era siempre Josefina Morales. Por lo visto él era un hombre casado y no podía separarse de su esposa por estar ésta gravemente enferma, pero el amor que sentía por Josefina le incitó a acabar con su vida, por lo que deduje en su última carta, que estaba escrita a máquina, al contrario de las demás que fueron escritas de puño y letra. No sé si consumó el suicidio o no, pero lo cierto es que, después de hablar él de su intención de quitarse la vida, Josefina dejó de recibir cartas, o por lo menos si existieron más cartas no estaban con las que yo acababa de leer. Cuando las leí todas las volví a atar con la cinta escarlata. ¿Por qué estaba tan interesado el perro en que yo diese con aquellas cartas? No ví nada de particular en ninguna de ellas. Siempre creí en la intuición de los perros, en su inteligencia, y supe que en esas cartas se encontraba algún secreto clave de algo y que era necesario que yo me enterase del mismo. Guardé las cartas en un cajón de mi escritorio y volvería a leerlas una vez que todo estuviese listo y en su sitio. No podía perder más el tiempo, pues sólo me quedaban tres días de vacaciones para volver a incorporarme a la sucursal donde fui destinado.
    Algo había en aquel asunto que no me cuadraba del todo. A decir verdad, existían varios aspectos que me estaban dejando un tanto inquieto. Primero, lo del saludo de aquella anciana; segundo, su llamada telefónica a un desconocido como yo; tercero, que aquel perro estuviera esperando que volviese a vivir alguien en la que antes fue su casa, y así continuar instalado en ella, y luego aquella insistencia casi humana en que yo encontrase aquellas cartas. Las volví a leer, pero seguí sin encontrar la clave porque seguramente en aquel asunto había escondido algún secreto que, según el perro, era preciso que saliese a la luz. Lo único que se me ocurrió fue visitar a doña Eloísa y hablarle de aquello, quizás ella tuviera respuestas a todas mis preguntas. La verdad es que a medida que meditaba en el tema más intrigado me hallaba.
    Una vez que el ascensor me subió hasta el piso cuarto, me encontré frente a la puerta C. Llamé. Pude notar que la mirilla se movió y enseguida se abrió la puerta.
    -¡Nunca pensé que viniese a visitarme tan pronto. Pase, pase…! –dijo doña Eloísa muy amable.
    Una vez en el salón me invitó a sentarme en un viejo sillón tapizado con un rico brocado casi gastado por el tiempo.
    -Vera, doña Eloísa. Anoche ocurrieron ciertas cosas que me hicieron pensar en que su difunta amiga guardaba un secreto tremendo dentro de las paredes de la que hoy es mi casa.
    -¿Qué le ha hecho pensar en semejante barbaridad? La pobre Josefina era como una caja de cristal. No creo que ella me ocultara nada que fuera importante. Siempre tuve la seguridad de saber todo sobre ella, ya sabe que fuimos inseparables.
    -¿Sabe que anoche vino a visitarme un amigo de su amiga?
    La anciana se puso blanca como la loza del plato lleno de galletas que me estaba ofreciendo.
    -¿Un amigo, dice? No sabía que Josefina tuviese ningún amigo. Ella nunca recibió a ninguna visita que no fuese la mía y jamás me habló que tuviera ningún amigo.
    -Seré más explícito. Un perro blanco con un lunar canela en un ojo comenzó a arañar la puerta y le dejé entrar. Como conocía la casa a la perfección, supuse que aquel animal vivía antes allí. La verdad es que tengo la certeza de que es así.
    El rostro de aquella mujer estaba palideciendo por segundos y hasta llegué a pensar que se iba a desvanecer.
    -¡Palomo, era Palomo…! Fue lo único que acertó a decir.
    -¿Así se llama el perro? Era de su amiga, ¿verdad?
    -Sí. Pensé que, después de la muerte de su ama se vendría conmigo, pero desapareció en cuanto sacaron el féretro. Nunca imaginé dónde se metería. Es extraño el comportamiento de los animales, ¿no le parece? ¿Piensa quedarse con él?
    -Por supuesto, pero si usted desea quedárselo se lo cedo. A usted le conocerá mejor que a mí y se sentirá más cómodo que con un desconocido, pero, a pesar de todo, creo que no le he caído mal. Por cierto, anoche me hizo seguirle hasta mi dormitorio y me indicó el lugar donde estaban estas cartas –dije mientras las sacaba del bolsillo interior de mi americana- ¿Sabía usted que su amiga Josefina tenía un amor secreto llamado Vicente?
    -No –contestó sécamente.
    -Pues sí. Estuvo profundamente enamorada de un hombre casado. Precisamente estas cartas están escritas por él. Lo que no llego a comprender es la insistencia de Palomo en que yo consiguiese tenerlas en mi poder.
    -¿Las ha leído todas? –me preguntó sin dejar de mirarlas un solo momento.
    -Pues sí, pero sigo sin comprender el empeño del perro en que yo las leyese. La única conclusión a la que he llegado es que, o es un perro tonto, o es al contrario, que es demasiado listo y está sumamente interesado en algo realmente importante y trascendental. La verdad es que le estoy diciendo esto y yo mismo no doy crédito a mis palabras. Parece que estuviese hablando de una persona, y no, señora, estoy hablando de un simple animal y no quiero que piense que he perdido la cordura, pero, la verdad es que el comportamiento del perro me tiene cada vez más intrigado. Bueno, ¿se lo traigo o me quedo con él?
    -¡No! –contestó sobresaltada- prefiero que sea usted el que lo cuide, de esa manera seguirá en el mismo ambiente –dijo finalmente, queriendo disimular su evidente nerviosismo.
    -¿Desearía leer las cartas de su amiga?
    -Si es tan amable… todo lo referente a Josefina me interesa –dijo cogiendo las cartas- se las devolveré en cuanto las lea.
    -¿Conocía usted a alguien llamado Vicente que la pretendiese de joven? Las cartas son antiguas. Están escritas en un período de siete meses, exactamente desde abril de 1951 hasta la última, que se escribió en octubre del mismo año.
    -Nunca me habló de él. Josefina tuvo un novio pero se llamaba Alfredo, y, desde luego fue mucho antes de 1951. Aquel joven era viajante y en uno de aquellos viajes se quedó. Desapareció de la noche a la mañana. Josefina estuvo muy afectada durante muchos años, pero ahora que lo pienso… hubo un período en que se la veía inusualmente feliz. Hace tanto tiempo ya que no podría decirle con exactitud si fue en aquel año de 1951 –dijo con el rostro demudado-
    Aquella mujer me estaba ocultando algo terrible, algo que sólo ella sabía y que no se atrevía a contarme por alguna razón. Me prometí a mí mismo que lo averiguaría fuese como fuese.
    Cuando llegué a casa Palomo me recibió con todos los honores, pero de pronto comenzó a olfatearme los pies y comenzó a gruñir y desapareció como una bala de cañón. No pude encontrarlo en toda la tarde. ¿Qué fue lo que le asustó? No pasó ni un minuto cuando comencé a darme cuenta de que Palomo se asustó al olerme porque yo estaba impregnado del olor de la casa de doña Eloísa. Pero aquello no me cuadraba. Doña Eloísa era una gran amiga de su ama y, además, una asidua de esa casa. Algo tuvo que ocurrirle al animal con aquella mujer, que nada más olerme salió como quien huye de la peste. Además, recordé que cuando le ofrecí quedarse con Palomo, ella en seguida se evadió de aquella responsabilidad. Ahora sí que estaba seguro de que aquella mujer estaba jugando conmigo. Decidí bajar en aquel mismo momento y volver a su casa. Por el camino inventaría el pretexto que le daría para aquella inesperada visita.
    -Buenas noches de nuevo, doña Eloísa. Cuando estaba en casa recordé que no me dio su número de teléfono y me gustaría saberlo, pues cuando acabe de decorar el piso me gustaría que se pasara usted una tarde e invitarla a un café.
    Supe que mi presencia fue una contrariedad para ella. Advertí que los ojos los tenía humedecidos. Era evidente que estuvo llorando. No lo comprendí, pues tan sólo un cuarto de hora antes la dejé aparentemente normal. Seguramente comenzaría la lectura de aquellas cartas y leería algo que la conmovió, eso sería. De pronto, ví que su cara se desfiguró en una mueca de terror y lanzó un grito ahogado. No comprendí qué la asustó, pero en seguida lo supe. Palomo debió escaparse en un descuido y cuando me vio de nuevo en la calle me siguió. Cuando vio la puerta de doña Eloísa abierta aprovechó para entrar en la casa. El perro se avanzó a ella. La tiró al suelo y comenzó a morderle las manos y los tobillos. Doña Eloísa debió golpearse la cabeza con el suelo y perdió el sentido. Cuando el perro vio que ella dejó de resistírsele dejó de atacarla. Doña Eloísa sangraba profusamente y llamé a una ambulancia de inmediato. Palomo me miró e hizo el mismo ademán que la noche anterior para que descubriese las cartas. Le seguí y me llevó a un pasillo donde terminaba en una pared empapelada con un papel de flores fucsias y azules. El perro levantó las patas delanteras y comenzó a arañar el papel pintado. Al instante, el papel comenzó a desprenderse. Lo toqué y pude comprobar que esta-ba recién pegado. Terminé de despegarlo entero y descubrí que en la parte inferior iz-quierda había un agujero. Palomo estuvo como dudando, pero finalmente se introdujo en él y al instante salió. Cuando llegué a comprender lo que llevaba en la boca, creí volverme loco del pánico. Era el esqueleto de una mano. En medio de aquella confusión lo único que se me ocurrió fue salir de aquella casa. Cuando llegué al recibidor, donde tan sólo unos segundos atrás dejé a doña Eloísa inconsciente en el suelo, ví que ya no estaba. La puerta principal seguía abierta. Cuando me disponía a salir, apareció de pronto doña Eloísa que se hallaba escondida entre la oscuridad del descansillo. Me llevé un gran susto y más aún cuando ví que algo que llevaba en las manos brillaba. Levantó los brazos y con gran horror comprobé que se trataba de un cuchillo de grandes dimensio-nes. Estaba a punto de clavármelo cuando de una patada la estrellé contra la puerta del ascensor. El cuchillo saltó por los aires y al caer al suelo lo arrojé con el pie por el hueco de la escalera. Con desesperación comencé a pedir socorro. Era preciso contar con testigos para que todo aquello se aclarase. Doña Eloísa estaba bajo control, pues, además de tenerla reducida contaba con la ayuda de Palomo que no dejaba de intimidarla con sus colmillos. Un vecino de aquella misma planta abrió la puerta con cautela.
    -¡Señor, por favor, llame a la policía, esta mujer está loca, ha tratado de asesinarme con un cuchillo, y además, he descubierto que tiene oculto un cadáver en su casa!
    -¡No es posible, si es doña Eloísa! ¡Oiga, yo a usted no le conozco de nada y no creo lo que está diciendo! ¿Verdad que está mintiendo, doña Eloísa?- preguntó aquel hombre a la mujer, sin advertir aún cómo seguía sangrando, debido a la oscuridad del descansillo. La vieja se quedó callada mientras temblaba. El hombre me miró, la volvió a mirar a ella y se metió en su casa. A los tres minutos volvió a salir.
    -Ya llamé a la policía.
    En aquel momento se abrió la puerta del ascensor y salió un hombre con una bata blanca. Se trataba del médico que llamé. Al ver las heridas de la mujer me dijo que la metiera en la casa para comenzar a curarla allí mismo.
    -Tuve que hacerlo. Ese maldito tenía que morir. Se casó por mi dinero y luego se enamoró de mi mejor amiga, sí, de Josefina, aquella mosquita muerta que engañó a todo el mundo haciéndose pasar por una señorita. Un buen día descubrí la última carta que le escribió y supe la verdad. La volví a dejar en su sitio y dejé que se la enviase. No permití que la volviese a ver, así que, casi sin moverme –llevaba dos meses enferma en la cama y sin esperanzas de recuperación, según decían los médicos- me fui al costurero, cogí las tijeras y cuando ví que estaba escribiendo en su despacho, se las calvé en la nuca. Murió en el acto. Nunca tuve tanta sangre fría. Limpié todo, clavé unos clavos en la pared y con unas cuerdas lo levanté como pude. Allí lo dejé maniatado. Luego lo emparedé. Tenía ladrillos que nos habían sobrado de cuando arreglamos la cocina. Luego fueron pasando los días y yo notaba que me iba recuperando. No comprendía la razón de aquella repentina mejoría, pero lo supe rápidamente. Husmeando en sus cajo-nes por si tenía alguna carta de ella, descubrí que en uno que siempre estaba cerrado con llave había un pequeño frasco. Era arsénico. En seguida comprendí que me estaba envenenando poco a poco. En ese momento sentí una rabia tan grande que me prometí a mí misma que algún día acabaría con Josefina. Estaban de acuerdo en quitarme de en medio y luego a vivir la vida con mi dinero, pero les salió el tiro por la culata.
    -Al principio todo el mundo me preguntaba por él. Yo les decía que estaba de viaje por su trabajo. Más tarde cambié de plan y comencé a decirles a los más íntimos que me había abandonado por otra, que se marchó a algún país de Sudamérica con ella y que nunca más supe de él. Por supuesto, denuncié a la policía su abandono para no levantar sospechas y después de unos años lo declararon como desaparecido y volví a estar libre, pero aquello fue algo tan… tan bajo y mezquino, que nunca más volví a confiar en los hombres. Sólo tenía la compañía de Josefina. El odio hacia ella fue lo que me mantuvo viva. No puedo comprender cómo pude fingir cariño a la persona que fue la causante de la ruina de mi vida, pero aquello era parte de mi plan y era necesario.
    -Pasaron muchos años y un día en que, por lo visto, no pudo aguantar más la soledad, adquirió un perro –a Palomo-. Èste fue su razón de vivir. A todos lados iba con él. Estaba con el perro más apegada que a mí.Un día llegó a decirme que si a Palomo le o-curriese algo se moría, que la vida carecería de significado para ella. “Esta es la mía”, pensé. Comencé a maquinar algo terrible, lo sé, pero era preciso que ella pagase por lo que me hizo. Una tarde me ofrecí a llevar de paseo a Palomo, y lo que realmente hice fue llevármelo a casa. Le dí una galleta con un fuerte sedante y a los pocos minutos el perro estaba como en coma. Hice un pequeño agujero en la pared donde estaba mi marido y lo metí como pude. Luego volví a taparlo. Entonces regresé a casa de Josefina y le dije muy apurada y llorando que Palomo se me escapó y que no logré darle alcance y que de lejos ví cómo un camión lo mató. No se pueden ustedes imaginar cómo go-zaba yo con aquel dolor que estaba sintiendo Josefina. Comenzó a llorar como las locas, me echaba las culpas de la muerte de su pobre Palomo y me echó de casa a empujones.
    -Al día siguiente, cuando fui a llevarle algunas cosas que me fue regalando en el transcurso de tantos años de finginda amistad y con la intención de cortar para siempre con ella, ví que la puerta estaba abierta. Llamé y no oí nada. Entré y la ví colgada de un aro de hierro que había junto a la barra de la cortina. Acariciándole la pierna y mirándola con aquella tremenda lengua afuera, le dije: -cómo he esperado este momento, mi querida Josefina. Tienes lo que te merecías- Luego solté una divertida carcajada. Estuve riéndome todo el día. Nunca me sentí tan bien. Hoy, ya en frío, yo misma me doy es-panto y ojalá estuviese loca para no acordarme de nada, para no sentir que estoy muerta, hundida, acabada.
    -Ahora comprendo por qué Palomo se ensañó con usted.
    -Cuando despertó debió arañar la argamasa aún blanda y escapó en un descuido mío. Cuando advertí que había escapado no me lo pude creer. Siempre fue un perro excesivamente inteligente para mi gusto.
    -Quiero que sepa que la comprendo perfectamente. Por supuesto, esto no quiere decir que apruebe lo que hizo –le dije-.
    Ya hacía un buen rato que la había soltado. El médico no dijo una sola palabra y terminó de curarla. En ese mismo momento entraba la policía.
    -Señores, es esta casa tiene ustedes trabajo para rato –fue lo primero que se me ocurrió decirles, profundamente impresionado.
    Palomo estaba husmeando por el salón y de pronto halló algo. En seguida me lo trajo. Era una de las cartas. La volví a abrir y ví algo que pasó desapercibido para mí cuando la abrí por primera vez. Se trataba de un mechón de pelo. Evidentemente era de su ama. Era lo único que quedaba de ella. Pero, por qué estaba aquel mechón de pelo en una carta de su amante. Lo lógico sería que hubiera un mechón de pelo de él, pero era cabello rubio y largo y Vicente era moreno, según pude comprobar en las fotos que había en aquella casa. Seguramente eso no lo sabré nunca.

    10 de mayo de 2000.

 

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