jueves, 28 de octubre de 2010

BESOS AL AIRE

    Y ahora, un relato corto, un canto al amor, a esos problemas que a veces nos puede ahogar, pero que, si se meditara un poco en ellos con gran perspectiva, seguro que hallaríamos la solución. Espero que a alguno les sirva de provecho, por lo menos que os entretenga unos minutos. Con todo mi cariño.


    "Cuando estés leyendo esta carta, estaré a miles de kilómetros de ti.
    Esta mañana, cuando te despediste de mí con ese beso acostumbrado que dabas al aire mientras pegabas tu cara a la mía, ya lo tenía decidido, es más, ya tenía el pasaje de mi viaje guardado celosamente en el cajón de mi mesilla de noche. Tú, ignorándolo todo, me volviste a soltar aquella ensarta de órdenes estúpidas que yo, quedando como empleado de hogar desde que perdí mi trabajo hace dos años ya, me acostumbré a acatar religiosamente.
    Ya estoy harto, ¿te enteras? Ya no puedo más. Sé que que vas a pensar que soy un ingrato y que lo que te voy a hacer no te lo mereces. Yo tampoco me merezco todo esto, así que estamos en paNo creas que no te quise, no, sabes muy bien que fuimos al matrimonio queriéndote más que a mi vida, pero las circunstancias me cambiaron totalmente y ya no puedo amarte -precisamente por eso me voy- y no quiero y no debo fingir.
    Quizás -no sé lo que te andará por la cabeza- esto haya sido una liberación para ti y estés soltando un
suspiro gigantesco de alivio, pero si es al contrario, si es que aún me amas, cariño, lo siento. No quiero ser cruel, pero lo soy, no sólo contigo, sino con todo el mundo que me rodea. Estoy hastiado, todo me parece mal, pero debo seguir viviendo.
    Intuyo que dando un cambio a mi vida no sólo me voy a beneficiar a mí mismo, sino también a ti.
    He tomado prestado el dinero del pasaje y otro tanto que saqué ayer del banco para ir tirando mientras consigo un empleo. En cuanto pueda te lo devolveré todo. No me odies, yo a ti no te odio. No te quiero ya, pero no te odio.
    Hasta que la vida nos vuelva a dar la oportunidad de vernos
    Mauricio."

    Después de haber leído la carta que le escribió a su mujer, por enésima vez, la volvió a introducir en su sobre y la apoyó el el florero de la mesita del vestíbulo. Tomó la maleta que llevaba como único equipaje, se puso una gorra de pana marrón y se marchó sin echar siquiera una última mirada a su alrededor. Se sentía vacío, tanto, que no sintió en absoluto el daño que podría causar aquella decisión que había tomado. Lo único que pasaba por su mente era huir, huir, ¡huir...! Pero, ¿de qué y de quién...? Esa era la respuesta que aún no había conseguido descifrar, pero estaba seguro que algún día la hallaría.
    La mañana era fría pero lucía un sol espléndido. La gente, como de costumbre, iba a lo suyo, como programada por la misma mano para que pensaran que llevar prisa era lo esencial de la vida.
    Afuera, aún le parecía más grotesca su situación. Iba por la calle despacio, sin mirar a nadie. Siempre tenía la costumbre de comprar el diario, pero aquella mañana, cuando pasó por el puesto de revistas ni si quiera se paró a mirar los titulares de las noticias. Había decidido cambiar toda su vida anterior, morir, destruir todo lo vivido y comenzar de cero en todos los aspectos. Aún se sentía joven a sus cuarenta años y eso fue precisamente lo que lo envalentonó para darse a sí mismo una última oportunidad. Si no lo intentaba, entonces sí que estaría definitivamente perdido. No sabía aún por qué decidió marcharse a Suecia, una tierra tan lejana, tan diferente. En ese momento supo certeramente que allí sí que estaría perdido. Se paró, miró la maleta, volvió la cabeza y observó lo que anduvo. Algo le decía que volviese a desandar lo andado, que aquello era una locura, que a aquellas alturas de su vida y de su situación económica no podía permitirse el lujo de hacer lo que le apeteciese, que tenía que ser más responsable.
    No sabía qué hacer, si continuar y perderse entre la multitud y la distancia, o seguir viviendo aquella vida donde su dignidad sufría reveses a cada minuto del día.
Su machismo se vio herido al verse mantenido por su mujer, aquello era como una cuchillada que cortara su sosiego, su hombría. No podía volver, no, ya no. Había decidido muy bien todo aquello como para echarse atrás ahora, así que continuó su camino y tomó un taxi hacia el aeropuerto. Inesperadamente sus ojos se llenaron de lágrimas. Se encontraba tan perdido dentro de sí mismo, que comprendió que, por muy lejos que fuese, aquel sentimiento no dejaría de tenerlo, a no ser que... ¡no, eso no entraba en sus planes y nunca lo permitiría! ¿Qué podría hacer, entonces. El taxi continuaba devorando kilómetros sin piedad. Conforme más se alejaba de la ciudad, peor se encontraba Mauricio.
    -Lo siento, regresemos, por favor -dijo por fin al taxista-. Aquellas palabras fueron como un bálsamo que le alivió en gran manera. El taxista lo miró extrañado y se metió en la primera variante que encontró. Ahora todo era diferente. Decidió tragarse su estúpido orgullo -sus convencionalismos contagiados por una sociedad acostumbrada a poner reglas- y poner ahora las suyas propias, ser humilde ante la situación que estaba experimentando. Comprendió que amaba a su mujer como nunca antes, su mente era únicamente la que le instó desenamorarse de ella y buscarle todos los defectos, pero de ninguna manera su corazón. Tenía que seguir adelante, pero con ella, con la mujer que vivió los mejores momentos de su juventud y también los peores. Siempre fueron un equipo, cómplices en todo, ¿y ahora, por una estúpida idea que se le metió en la cabeza iba a estropear todos aquellos años maravillosos vividos con una persona a quien amaba realmente? No podía hacerle eso a ella. Se odió a sí mismo con toda la intensidad que uno pudiera tener para ello, pero a la vez, se sentía inmensamente feliz por haber despertado de aquella pesadilla que sí mismo había creado. Se había convertido en un ser amargado, en alguien cruel para sí mismo -pues nunca le dio muestras de hostilidad a su mujer- él era quien lo sufría todo, quien, calladamente, se bebía el veneno que le producía su pensar negativo. De camino a casa fue decidiendo que su punto de vista ante la vida en general iba a tomar un cambio drástico. Quizás aquello incluso le podría ayudar para hallar un nuevo empleo.
    Su entusiasmo lo llenó de energías. Ahora sí se fijaba en la gente de la ciudad -que continuaba ensimismada en sus prisas- en los edificios, hasta en un perro que olfateaba insistentemente el tronco de un árbol. De pronto vio el puesto de revistas y le dijo al taxista que se parase allí. Le pagó el importe de la carrera y compró su periódico acostumbrado.
    Una vez en casa, cerró la puerta tras de sí. Aún podía oler en el ambiente toda aquella amargura que había dejado. Tomó el sobre que dejó junto al florero y lo rompió en finas tiras arrojándolo luego a la basura. Aquella tarde iría a esperar a su mujer a la puerta de la oficina e irían a cenar y hablaría con ella. Aunque nunca la maltrató, ella seguramente notó que él no era el mismo de antes y eso también fue lo que la estaba alejando de él, por eso no se mostraba tan cariñosa como antes, y cuando le daba un beso se lo daba al aire. Mauricio decidió que aquello debía terminar aquel mismo día. Nunca permitiría por más tiempo que aquellos besos fueran desperdiciados y fuesen a ninguna parte.
    Por fin llegó la hora de salida de su mujer. Ella se quedó un tanto sor-
prendida al verlo allí. Iba a preguntarle qué ocurría, pero él no la dejó articular ni una sola frase. La tomó entre sus brazos y en medio de todo el mundo le dio el beso más maravilloso y lleno de amor que había dado nunca. Ella continuaba queriendo hablar, pero él insistía en que las palabras no eran el medio más adecuado para él disculparse. Intuitivamente ella comprendió que no había nada que hacer y se rindió ante su marido. Seguramente aquello fue el preámbulo de que nunca más se desperdiciaría un solo beso en la vida de ambos.

    Fuengirola, 10 de marzo de 1996.

 

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